Una de las fórmulas más repetidas, más erróneas y, probablemente, más
falsas con las que -a veces con tono de una suficiencia- pretendemos ocultar
nuestra radical fragilidad es la de que “no tenemos nada de qué arrepentirnos”.
Si la analizamos detenidamente, llegamos a la conclusión de que es una
declaración que no sólo encierra una ingenua necedad, sino también una
peligrosa desvergüenza. Si la más elemental lucidez nos exige que reconozcamos
los errores que hemos cometido, la conciencia moral nos impone la necesidad de
identificar el origen de los traspiés y la obligación de corregir, en la medida
de lo posible, los desvíos. Todos deberíamos tener muy en cuenta que sólo
logramos el crecimiento personal y el progreso social, cuando, tras asumir las
equivocaciones, nos decidimos a enmendarlas.
Esas cándidas reacciones
-síntomas claros de fragrante inmadurez- quizás resulten comprensibles en niños
y en adolescentes, pero son peligrosas en los adultos y, sobre todo, en
aquellos personajes públicos que, teniendo en cuenta que sus decisiones
repercuten en muchos de sus conciudadanos, deberían ser especialmente
“escrupulosos”. Cuando empleo esta palabra, no me estoy refiriendo, como podrán
suponer, a esa “manía” de autoinculparse de manera permanente ni, mucho menos,
a esas obsesiones que suelen revelar una personalidad neurótica de quienes no
pueden reprimir unos contenidos de la conciencia que, a pesar de juzgarlos
insignificantes, no son capaces de dominarlos. Aludo a esa sensibilidad que nos
capacita para captar y para vivir los valores morales o, en palabras más
sencillas, a esos sentimientos de respeto a
los deberes ciudadanos, a la valoración positiva de la conducta buena y al
desprecio de la conducta mala.
Reconocer los errores y mostrar voluntad de corregirlos, en vez de ser
muestra de debilidad, es la mejor garantía de inteligencia, de nobleza y de
dignidad. ¿Creen ustedes que la estatura humana y la talla política de, por
ejemplo, José María Aznar habrían disminuido si, tras conocer las graves
consecuencias de la Guerra de Irak, hubiera reconocido que se
equivocó? ¿Cuál habría sido la reacción de los ciudadanos si José Luis
Rodríguez Zapatero, tras comprobar los resultados de los encuentros con los miembros
de ETA, hubiera declarado que sus cálculos habían sido erróneos?
Yo estoy convencido de que los líderes ganarían mayor credibilidad -el
fundamento de la autoridad política- si en los mítines de las campañas
electorales, incluyeran, además de las inevitables promesas, la relación de
errores que, al menos durante la última legislatura, ellos han cometido y,
sobre todo, si manifestaran su sincera voluntad de corregirlos. No olvidemos
que, no sólo desde una perspectiva moral, sino también desde un planteamiento
retórico, el reconocimiento de los fallos genera en los destinatarios de los
discursos un sentimiento de benevolencia que nos dispone para acoger
favorablemente las propuestas y, sobre todo, a fiarnos de quien nos solicita
nuestra adhesión.
Lo contrario nos ocurre cuando, en contra de las evidencias, pretenden
ocultar, hacernos olvidar o, lo que es peor, negar los hechos. Lo más probable,
sin embargo, es que los líderes del partido que gobierna denuncien los
lamentables desatinos de la oposición, mientras que los dirigentes de la
oposición desaprueben los graves disparates del los miembros del Gobierno.
Mientras, los ciudadanos seguiremos buscando fórmulas adecuadas para evitar que
dichos reproches nos irriten demasiado.
José Antonio Hernández Guerrero
0 comentarios:
Publicar un comentario