La historia de la humanidad nos
muestra cómo las diferentes ideas, los diversos valores y los distintos hábitos
culturales frecuentemente generan, no sólo divisiones, sino también
enfrentamientos entre los grupos sociales, políticos y religiosos que, a veces,
están en los orígenes de cruentas guerras –siempre- fraticidas. Aún resulta más
doloroso el hecho de que estos conflictos afloren entre los miembros de unas
instituciones que, en sus credos, estatutos o programas, proponen la unión como
principio, como medio y como objetivo de sus servicios a la sociedad.
Una de las fuentes más frecuentes de
estos conflictos es la contradicción entre la estricta fidelidad a las
doctrinas, a los códigos y a los ritos originales, y la adecuada e imprescindible adaptación a las cambiantes
exigencias de los diferentes tiempos y lugares. Ejemplos ilustrativos nos
brindan en la actualidad las irreconciliables discusiones internas en el seno
de las familias, de los partidos políticos, de las instituciones sociales e,
incluso, de los organismos religiosos. En mi opinión, una de las causas de
estas hostiles divisiones es el olvido por parte de los dirigentes y de los
dirigidos de que una de las funciones más importantes de los líderes, jefes,
gobernadores y presidentes, es la de “servir” de “principio de unidad”, ese
factor humano que ha de integrar, conjugar y armonizar la diversidad de funciones,
de servicios, de carismas y de intereses. El problema de la disgregación se
agrava cuando los componentes de los diferentes grupos pretenden ser los únicos
y, no sólo excluyen a los otros, sino que, además, exigen que los líderes se
inclinen de manera descarada a una de las orillas, y que, por lo tanto,
ignoren, menosprecien o condenen a los que están al otro lado. No suelen
advertir que, cuando sólo se ve y se
actúa desde la óptica parcial, se corre el riesgo de convertir al grupo en una “secta”
monocolor olvidando que la realidad humana es plural, compleja, multicolor y
poliédrica
José Antonio Hernández Guerrero
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