Durante, al menos, la
segunda mitad del siglo veinte, quizás como reacción inevitable a los rigores
de la Dictadura, los “progres” tachábamos de moralina cualquier referencia a la
bondad, a la virtud, al respeto, al orden o a la disciplina. Es posible que
dicha respuesta adolescente se haya hecho crónica en algunos de los ya
maduritos y explique, en parte, el menosprecio, más o menos explícito, de los
valores y de las exigencias morales. ¿No es cierto que, a veces, nos da cierto
pudor confesar de manera descarada que apreciamos los comportamientos honestos,
rectos y virtuosos de las personas coherentes e íntegras? ¿No es verdad que nos
resulta pueril reconocer que el valor supremo de un ser humano es la bondad?
Otra de las consecuencias de aquel comprensible
rechazo puede ser la simplificación ingenua o el empobrecimiento dañino del
contenido de la moral: el olvido de que, si mutilamos el cuerpo de los
principios éticos, se resiente todo el equilibrio individual y se derrumba,
incluso, la estructura de la vida social: nos hacemos más crueles y más
vulnerables.
No podemos perder de vista que la moral posee
diversos contenidos complementarios ni debemos olvidar que, cuando prescindimos
de cualquiera de ellos, se devalúan los demás valores personales y colectivos.
Para explicarnos de una manera más concreta podríamos hacernos una pregunta:
¿Porqué hay hambre en el mundo? Todos sabemos que, en la actualidad, hay
superabundancia de alimentos y que, por lo tanto, el hambre es remediable. La
FAO dice que la agricultura mundial permitiría alimentar a más de 15.000
millones de personas, el doble de la actual población del planeta.
José
Antonio Hernández Guerrero
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