Una
de las fórmulas más repetidas y, probablemente, más falsas con las que -con
tono de suficiencia- pretendemos ocultar nuestra radical fragilidad es la de
que “no tenemos nada de qué arrepentirnos”. Si la analizamos detenidamente,
llegamos a la conclusión de que es una declaración que encierra, al menos, una
peligrosa desvergüenza. Si una elemental lucidez exige que reconozcamos los
errores que hemos cometido, la conciencia moral nos impone la necesidad de
identificar el origen de los traspiés y la obligación de corregir, en la medida
de lo posible, los desvíos. Todos deberíamos tener en cuenta que sólo logramos
el crecimiento personal y el progreso social, asumiendo las equivocaciones y
decidiéndonos a enmendarlas.
Esas cándidas reacciones -síntomas de
fragrante inmadurez- quizás resulten comprensibles en niños y en adolescentes,
pero son peligrosas en los adultos y, sobre todo, en los personajes públicos,
en los líderes de instituciones políticas, religiosas o deportivas y, sobre
todo, en los educadores que, teniendo en cuenta que sus decisiones repercuten
en muchos de sus conciudadanos y que se constituyen en modelos de
identificación, deberían ser especialmente responsables y “escrupulosos”.
Como
podrán suponer no me refiero a esa “manía” de autoinculparse de manera
permanente ni a esas obsesiones que suelen revelar una personalidad neurótica,
sino que aludo a esa sensibilidad que nos capacita para captar y para vivir los
valores morales o, en palabras más sencillas, a esos
sentimientos de respeto a los deberes ciudadanos, a la valoración
positiva de la conducta buena y al desprecio de la conducta mala.
José Antonio Hernández Guerrero
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