Escritor
de
tragedias y toreros,
andaluz de
los más universales,
cantaor de
gitanos pintureros
y de
patios con flores
y frutales.
Poeta García
Lorca, granadino,
lírico de
pureza inigualable,
¡ay que
pena que el
maldito destino
cegara tu
fontana inagotable!
Nuestra mente
sedienta de cultura
te recuerda
con gozo cada
día
admirando tu
pluma de dulzura.
Orgullosa se
siente Andalucía
de la
luz de tus
versos de ternura
que nos
llenan el alma
de alegría.
He querido
comenzar mi relato,
con este soneto
que escribí al gran poeta y andaluz
universal: Federico García
Lorca, nacido en
Fuente Vaqueros (Granada).
La historia de este escrito
empieza un día catorce de
febrero de mil
novecientos cincuenta y
ocho. Día de
mi treceavo cumpleaños.
Nunca olvidaré esa
fecha, la retengo en
la memoria de
una manera especial; forma parte
de mi estancia, como alumno
interno, en el colegio
salesiano de Alcalá
de Guadaira en
Sevilla, donde cursé mis
estudios de bachillerato.
Aquel día
sonó la campana
a las siete
de la mañana,
como todas las
mañanas , despertando al alumnado.
Era una mañana
fría de invierno.
Aún no apuntaba el
alba, el sol tardaría
todavía en descubrir
su brillo. El dormitorio
era una enorme
sala rectangular, ocupada
totalmente por mesillas
de noche y
camas metálicas alineadas
en dos hileras
pegadas a las
paredes laterales; unas tras
otra, sin ninguna
separación entre ellas,
sin nada que
ofreciera a los
alumnos cierto espacio
de intimidad. Tras
levantarme, abrí la
maleta, asentada sobre
una mesilla de
noche de vieja
madera repintada, y busqué
mi ropa limpia.
Por sorpresa, me
encontré con un
libro que alguien había
dejado para mí, encima
de la ropa. Me sorprendí.
Lo abrí y en la
primera hoja, alguien me
felicitaba el cumpleaños.
Utilizaba una letra
trucada que, entre
las de mis
amigos, no reconocía. Firmaba un
garabato sin apellidos, mal hecho
a propósito. Un
misterio que nunca
conseguí resolver. ¿Por qué
actuó así? No lo sé.
El libro
era una edición
de bolsillo barata, que
conservé durante muchos
años y que
desgraciadamente perdí en
uno de mis numerosos traslados
domiciliarios. Una gran
pérdida. Era un
libro de poesía
y lo escribía
un tal Federico
García Lorca. Lo
sostuve entre las
manos; y mientras,
observaba de reojo
a mis compañeros, por si hallaba algo,
alguna sonrisa sospechosa, que me
indicara la identidad
del que me
había hecho el obsequio. Pero
no percibí nada
especial en las
caras de mis
amigos. Miré el
libro y leí
su título: “El Romancero
Gitano”. Era la
primera vez que
lo leía. No
lo conocía. Tampoco
conocía a su
autor. No lo
había estudiado hasta
entonces Aquellos eran tiempos
opacos y oscuros, llenos de
noches de lunas
negras.
La lectura
de aquel pequeño
libro me subyugó.
Se me abrieron
los sentidos. Esperaba
con ansia que
llegara la noche para exprimirlo, encerrado en
un lavabo o en la
cama, debajo de
la manta, alumbrando
con una pequeña
linterna en la
intensa oscuridad del
gran dormitorio silencioso. Una
noche conocí a
Antonio Torres Heredia, un
legítimo Camborio, que con
su vara de
mimbre iba a
Sevilla a los
toros. Otra noche apareció
Ignacio Sánchez Mejías,
al que un
toro en Manzanares,
a traición quitó
la vida siendo
las cinco en
la tarde. Otra
noche estuve en
El Café de
Chinitas donde conocí
a Paquiro, un
torero de cartel.
Y
el duende del
cante jondo palpitó
en mi corazón,
la noche que
Manuel Torre (Niño de
Jerez) , encontró en sus
soleares el tronco
negro, tronco del
Gran Faraón. Luego
apareció Jaén con
sus tres bellas
moritas: Aixa, Fátima y
Marién, cautivas en
un barquito de
velas verdes y
blancas, surcando el
Guadalquivir. Y la
noche que en el Darro
bordó la monja
gitana, pañuelos llenos
de sangre que
asombraron a Granada. También llegó
el erotismo, y no
quise enamorarme, tras
galopar junto al
río, porque no estaba
soltera, en sus noches
no había frío.
Alguien me
dijo que Lorca
había muerto asesinado,
y escribí en aquellos días :
Federico, Federico,
¡ay Federico
García,
tu sangre
tiñó los mares
y la
luz de Andalucía!
Cada noche
releía los versos
del granadino, y
cada noche, bien noche, aumentaba mi
alegría. Sus poemas
llenaban mi corazón
y gravaban en
mi conciencia que
la vida es
poesía. La lectura
de aquellos versos
tan tiernos, llenos de
belleza, de luz
y de color,
me hicieron amar
la poesía. Yo
quería ser un
poeta. Y quería ser
un poeta de
Andalucía la Baja.
Ser un poeta alcalaíno.
El nombre
de nuestro amado pueblo le gustaba
mucho a Federico.
Lo refirió en
varias ocasiones, como,
por ejemplo el
año 1924, cuando en
una carta que
envió a su
paisano y amigo,
el historiador y
periodista, Melchor Fernández
Almagro, le decía: “Granada es
horrible. Esto no es
Andalucía. Andalucía es otra
cosa… yo, que soy
andaluz y requeteandaluz, suspiro
por Málaga, por Córdoba, por
Sanlúcar la Mayor,
por Algeciras, por
Cádiz auténtico y
entonado, por Alcalá de
los Gazules, por lo
que es íntimamente
ANDALUZ”.
Si nací
de buena cuna
en el sur
de Andalucía, en
Alcalá de los
Gazules, debo ser
agradecido y dedicarle
este escrito al
hombre desconocido y
sensible que el
destino me mandó.
Un amante
de versos que consiguió con
su regalo que se metiera
en mis venas
el culto a
la poesía. Después
ya devoré a
Antonio Machado, a Juan
Ramón Jiménez . . . hoy sigo
leyendo cada día
poesía.
Una vez
terminado mi relato
sobre esta experiencia
que tuve hace ya
muchos años (57), tengo
la impresión, que
puedo cansar a
mis amigos con
este asunto que
es absolutamente personal,
y que quizás,
les pueda importar
poco su lectura.
Por ello, voy
a terminar con
unas gotas de
humor. Lo que
les voy a
contar tiene conexión
con el fondo
de este escrito.
Me contaron
esta anécdota, que
después quedó como
chiste, y que
es una muestra
más de la
desbordante gracia gaditana :
“Un día actuaba
en el Gran
Teatro Falla de
Cádiz, la gran rapsoda
sevillana Gabriela Ortega.
Gabriela era sobrina
de los toreros Joselito y Rafael El
Gallo, prima hermana
de Manolo Caracol
y “sobrina política”
de Ignacio Sánchez
Mejías. El teatro
estaba totalmente lleno. Todas
las luces apagadas. Sólo un
foco, iluminaba en el
escenario la figura
de Gabriela envuelta
en un precioso
mantón de Manila.
Empezó a recitar
el poema de
Federico García Lorca
“Llanto por la
muerte de Ignacio
Sánchez Mejías”. En la
primera parte del
poema que se
titula , La cogida y
la muerte, empieza Lorca
diciendo : “Eran las cinco
de la tarde/las
cinco en punto
de la tarde”.
Pues bien en
el poema Federico
repite y repite lo
de la hora
una treintena de
veces. “Eran las cinco
de la tarde . . . eran las
cinco de la
tarde . . . las cinco en
punto de la
tarde … un toro mató
a Ignacio a las cinco
de la tarde”. Estaba todo
el Teatro atrapado
por el embrujo
de la voz
clara y profunda
de la rapsoda
gitana, recitando los
preciosos versos del
inmortal García Lorca. Todo
el Teatro sumido en
el más absoluto
de los silencios . . . cuando de
pronto, de un
palco ocupado por
un grupo de
mariquitas, salió una voz atiplada
preguntando: “ ¿Oye Gabriela, a qué hora
dices que fue? “.
Tras unos instantes
de estupor, el
Falla estalló en
una carcajada generalizada.
Esto es Cádiz.
Me contaron que
la propia Gabriela
Ortega no pudo reprimir
la risa y
se unió al
jolgorio general.
Francisco Teodoro
Sánchez Vera
Enero 2015
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