Es posible
que uno de los mayores beneficios que nos proporciona la celebración cíclica de
un nuevo año tras el fin del anterior sea la de advertirnos machaconamente un
hecho que, a pesar de su evidencia, nos pasa desapercibido a la mayoría de los
mortales: que todos los tiempos que empiezan se acaban y que todas las
realidades humanas tienen límites inaplazables.
Para
valorar adecuadamente nuestras cosas, sobre todo, las más importantes, es
necesario que, previamente, hayamos experimentado su carencia o que, al menos,
tengamos conciencia de que, irremisiblemente, las vamos a perder.
Paradójicamente, el conocimiento de los límites y de los finales proporciona
unos alicientes halagüeños a los contenidos, y a nosotros nos estimula para que
aprovechemos las múltiples oportunidades que la vida nos procura; nos anima
para que disfrutemos de los momentos de bienestar que, aunque sean
esencialmente efímeros, podemos lograr que sean intensos, confortables y
profundos.
Todos
tenemos experiencias múltiples de que saboreamos mejor las comidas cuando hemos
sentido hambre y de que un vaso de agua fresca nos sabe a gloria bendita
cuando, tras una larga caminata bajo el sol inclemente del mes de agosto,
experimentamos una ardiente sed. Es lamentable, por ejemplo, que no
comprendamos plenamente la importancia de una madre, de un amigo o de un
compañero, hasta que -siempre demasiado tarde- calibramos las enormes
dimensiones del irrellenable hueco que nos ha dejado.
José Antonio Hernández Guerrero
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