El pensamiento, esa actividad compleja del cerebro,
exclusiva de los seres humanos, es el resultado y el reflejo de las demás
actividades y, al mismo tiempo, el origen íntimo, la pauta luminosa y el
impulso alentador que hacen posible vivir de una manera más racional, más
gratificante y más humana.
El pensamiento refleja,
interpreta, valora y comprende la naturaleza íntima y los mensajes que nos
lanzan los objetos y los seres que nos rodean, nos hace conscientes de las
características propias de nuestra personalidad y de la trayectoria vital que
marcan los cambios permanentes e imprescindibles para nuestra supervivencia y
para nuestro crecimiento, para nuestra salud y para nuestro bienestar.
La lectura y la escritura
constituyen los procedimientos más eficaces –imprescindibles-, para hacer que
funcione el pensamiento y para poder utilizarlo de manera práctica, cómoda y
ventajosa. Gracias a la lectura y a la escritura, es posible retener, analizar,
comparar, organizar, esquematizar, resumir, explicar y aplicar nuestros
pensamientos. La lectura y la escritura facilitan los juicios, la reflexión, la
crítica y la autocrítica y, en consecuencia, nos ayudan a extraer conclusiones
valiosas y útiles para nuestra vida.
El pensamiento, gracias a
la lectura y a la escritura, identifica y aísla nuestras sensaciones y nuestras
emociones, las controla y las aprovecha como fuentes saludables de bienestar
hondo y de crecimiento personal y social.
Quizás sea excesivo que te incite para que, en tu
tarjeta de visita, pongas el título de “intelectual”, como esos hombres que
ejercen la profesión de pensar; pero sí me atrevo a animarte para que te decidas
a pensar, una actividad que, en la actualidad muchos monopolizan de una manera
peligrosa. Esta etiqueta de “pensador” no exige ser refrendada por una
autoridad universitaria ni siquiera por unos trámites burocráticos pero, en mi
opinión, es un título que posee mayor valor que los académicos porque exige que
estemos en posesión de una serie de cualidades más valiosas que las que se
adquieren mediante los estudios oficiales y que, además, dominemos unas
destrezas más difíciles de lograr que las que se obtienen con el ejercicio de
una profesión. Estoy convencido, sin embargo, de que los hombres y las mujeres
de a pie -los que nos dedicamos a otros menesteres más prosaicos- deberíamos
hacer un esfuerzo por, al menos, pensar por nuestra cuenta.
Sin restar importancia al dominio de la caligrafía,
de la ortografía y de la gramática, y valorando positivamente la capacidad de
escribir artículos o de pronunciar discursos, opino que lo más valioso es estar
dotados de una mirada aguda que identifique aquellos aspectos vitales que, a
pesar de ser importantes, muchas veces permanecen a la sombra para la mayoría
de los mortales.
Por eso hemos de aprender no sólo a contar
simplemente lo que ocurre sino, además, a arrancar y a analizar las entrañas de
los sucesos. De la misma manera que reconocemos que, sin dominar la Métrica y
sin ser capaces de construir sonetos perfectamente medidos, los que poseen la
“gracia” que es suficiente para extraer armoniosas resonancias acústicas a los
sonidos y para sintonizar con los sentimientos más sutiles de los lectores
sensibles pueden llegar a ser poetas, las demás personas podríamos ejercitarnos
para, además de afinar el oído, educar el olfato, el tacto, el gusto y, sobre
todo, la vista, intentar traspasar las apariencias engañosas de los objetos y
de los sucesos.
Hemos de evitar, sin embargo, caer en ese
autoengaño tan frecuente de los que se creen “todólogos”. ¿No te llama la
atención, por ejemplo, la osadía de esos tertulianos que, con tono dogmático,
nos aleccionan permanentemente sobre todos los asuntos divinos y humanos? Fíjate
con la “prepotencia” con la que, durante una hora, opinan sobre ecología marina
o sobre la guerra de Siria, sobre la crisis económica y financiera, sobre el
arte o el deporte, y, por supuesto, sobre religión.
Pero, en mi opinión, la carencia más grave de
muchos de estos conversadores es su falta de independencia. ¿No es cierto que
tú conoces de antemano el juicio que van a efectuar sobre cualquiera de los
asuntos que abordan? Por eso, en vez de analizar los hechos de una manera
serena, gritan desaforadamente para atacar las tesis contrarias a las que
representa su cadena de emisoras y para defender las que encarnan sus
patrocinadores. Pero también es verdad que nosotros, los oyentes, solemos
sintonizar aquellas emisoras cuyos locutores traducen nuestras más profundas
convicciones y, a veces, nuestras más ancestrales creencias. No estaría mal
que, al menos de vez en cuando, cambiáramos de dial para, tras escuchar
diversas u opuestas interpretaciones de un mismo episodio, nos atreviéramos a
pensar libremente por nuestra cuenta y a extraer las conclusiones personales.
Este ejercicio crítico, que todos tenemos el derecho e incluso la obligación de
practicar, contribuiría a lograr esa sociedad más justa en la que los poderosos
no nos dominen con tanta impunidad.
José Antonio Hernández Guerrero
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