El destino del avión alemán, que
salió de Barcelona con dirección a Düsseldorf, nos ha sobrecogido a todos.
Düsseldorf, capital alemana de la Westfalia-Bajo Rin, es un gran puerto fluvial
con cerca de un millón de habitantes. Es sede de la Comisión Internacional del
Ruhr, de los sindicatos alemanes. Dispone de Escuela de Arte, de Música, de
Industria siderúrgica y química, facultad de Medicina, negocios de modas,
porcelanas y un largo etcétera. Junto al equipo que comandaba la nave y
formando parte de los viajeros, un grupo de jóvenes españoles iban ilusionados
y preparados para intercambiar cultura con otro grupo de jóvenes alemanes. Cuando
atravesaban los Alpes, casi a punto de llegar a su destino, apareció el “sino” disfrazado
de copiloto y, con una frialdad similar a la de los picos nevados, desató la funesta
tragedia. Los 150 pasajeros, el comando y la misma nave quedaron pulverizados.
A eso lo llamamos habitualmente
“el destino”, “el sino”, “la estrella”, “el hado…” El destino es un realismo congénito
a todas las personas. Responde a una pregunta que nos solemos hacer: “Al final, ¿qué será de mi?” Y, sin temor a
equivocarnos, solemos decir aquel proloquio: “El hombre es el único
animal que sabe su futuro certero, la muerte”. Sin embargo, morir es una
cuestión que solemos eludir, aunque tenemos la seguridad inexorable por la
experiencia de familiares, amigos y
conocidos que se han marchado antes que nosotros. Yo mismo fui testigo del
fallecimiento de ocho niños, del Colegio Mundo Nuevo de Jerez, tragados por el
mar de Sanlúcar en 1945 y sólo yo quedé a salvo, tal vez para contarlo.
El destino nos pone
inevitablemente en contacto con la muerte. No deberíamos decir con tristeza,”Este
era mi destino”. Deberíamos decirlo con madura aceptación: “Este es mi
destino.” La pregunta, por tanto, no tiene significado. No es una pregunta
racional, sino más bien una frase sin sentido, porque el concepto “destino” no
significa nada, es una realidad irrefutable, que casi siempre nos coge de
sorpresa. Ciertamente nos repugna y al mismo Cristo le repugnó. Dijo en la
cruz:”Padre, pasa de mí este cáliz.” E Inmediatamente añadió: “Pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya.”
Para los materialistas, todas las
realidades humanas tienen un tratamiento
desde la ciencia y el racionalismo. Con eso es suficiente y no se puede hacer
otra cosa. Pero no es un dato más, aunque nos quieran hacer ver que la muerte de una
persona es la misma que la de un ratón o una mosca. La mayoría de las personas,
desde la prehistoria hasta hoy, encuentra insuficiente y pobre esa postura,
porque no responde a las inquietudes más radicales. Para muchos, no hay nada más allá de la muerte;
por tanto, hay que aprovechar el tiempo a tope (Carpe diem). Sin embargo, para
otros, se puede aceptar la vida del más allá, aunque no sepamos si allí hay
algo o sólo el vacío; no se niega, pero tampoco se afirma.
Sé que he de morir, espero que
tenga sentido, pero no puedo saberlo, porque nadie ha vuelto para decirme lo
que hay. La frivolidad, el escepticismo y el fatalismo encajan con estas dudas.
Pero existe un consenso general de esperanza desde el principio hasta hoy. Y
una respuesta religiosa, según la cual, el destino del hombre está más allá de
la muerte. Muchos contemporáneos de Cristo vivieron su resurrección. Esta
postura lleva a plantear la muerte, dando por hecho la supervivencia del alma y
la existencia de Dios. Las 150 personas, atrapadas en el avión de Düsseldorf,
¿tienen ya otra experiencia?
Juan Leiva
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