El
comienzo de la primavera y, para los creyentes, la celebración de la
Resurrección de Jesús de Nazaret constituyen unas estimulantes llamadas para
que adquiramos conciencia de la necesidad de reiniciar un inaplazable proceso
de re-nacimiento, de re-juvenecimiento, de re-novación de la vida humana,
personal, familiar y colectiva. De la misma manera que, por ejemplo, en los
árboles brotan frondosas hojas, las plantas florecen y los pájaros se cortejan para
alumbrar nuevas vidas, los seres humanos deberíamos secundar esos impulsos que
nos lanzan las intensas luces de cada amanecer y esforzarnos en descubrir unos
paisajes vitales que, por muy parecidos que sean a los de los días pasados, son
completamente diferentes. Si afinamos el oído y, sobre todo, si abrimos
nuestras entrañas, advertiremos que estamos rodeados de múltiples panoramas
preñados de novedades, de sorpresas y, también, de interrogantes. Sí estamos
atentos y esperanzados, advertiremos cómo cada primavera encierra un misterio
que hemos de desvelar y un reto que hemos de afrontar. Si aprendemos a mirar el
discurrir del tiempo, advertiremos que cada día encierra lecciones inéditas que
nos orienta y nos animan para que vivamos experiencias inexploradas. La etapa
que ya hemos cubierto -sea cual sea nuestra edad- no resta nada al camino que
nos queda por recorrer sino que, por el contrario, potencia nuestra marcha,
asegura nuestros pasos, ensancha nuestros horizontes y profundiza nuestra
conciencia de que, efectivamente, cada minuto es una nueva oportunidad de vida que
no hemos de desperdiciar.
En contra de todas las apariencias, los caminos ya recorridos nos
descubren unos horizontes más diáfanos, nos abren nuevas puertas y nos rompen
ataduras convencionales. Madurar humanamente es ensanchar nuestra libertad para
acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para
realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable,
necesario y, por lo tanto, posible.
José Antonio Hernández Guerrero
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