Como todos sabemos, los hombres
y las mujeres envejecemos de una forma diferente de la que lo hacen los
caballos o las palmeras y, sobre todo, de una manera distinta de la que se
apaga una vela o se estropea una mesa. Si evitamos las actitudes extremas de
aquellos que se lamentan amargamente porque están convencidos de que la vejez
es una época sombría y penosa, y si tampoco caemos en la postura ingenua de los
que, desde una óptica igualmente simplista, predican que la vejez es un paraíso
cómodo y placentero, hemos de aceptar, al menos, que el envejecimiento no es un
proceso idéntico para todos los mortales sino que cada individuo lo afronta
adoptando actitudes diferentes y lo vive siguiendo distintos ritmos, orientados
por sus personales convicciones morales, estimulados por sus impulsos
psicológicos y alentados por sus creencias religiosas.
Aún reconociendo las
limitaciones físicas y la carencias funcionales e, incluso, el aumento de la
vulnerabilidad en este tramo final de la vida humana, hemos de admitir que,
hasta cierto punto, está en nuestras manos aligerar o retrasar nuestro proceso
de inevitable degradación biológica y mental, y, además, hemos de aceptar que
podemos lograr que la última etapa de nuestras vidas sea incluso más fructífera
y más placentera que las anteriores. Si somos hábiles, podríamos conseguir que
la vejez sea -pueda ser- la época en la que recojamos los frutos maduros y
saboreemos los jugos nutritivos de las experiencias más gratificantes de
nuestra siempre breve existencia.
José Antonio Hernández Guerrero
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