Sí –querido amigo Juan-, el bienestar no
sólo es compatible con la ancianidad sino también con las enfermedades. Todos
hemos podido comprobar cómo incluso esas dolencias y esos sufrimientos que los
males físicos acarrean nos pueden hacer más lúcidos, más tolerantes, más buenos
e, incluso, más felices.
Las enfermedades, igual que la vejez,
desencadenan en los seres humanos –pueden desencadenar en nosotros- profundas
transformaciones y ventajosos cambios. Pueden alterar, por ejemplo, nuestras
manera de relacionarnos con nosotros mismos, con las personas y con los objetos
que nos rodean. A veces nos acercan a algunos seres que antes estaban alejados
y, en ocasiones, nos distancian de un mundo que, ingenuamente, creíamos
definitivamente nuestro. Cuando nos sentimos mal, las palabras cambian de
significados porque las sensaciones, las emociones y los pensamientos adquieren
diferentes sentidos y distintos valores; porque se alteran nuestras jerarquías
de prioridades, de urgencias y de valores.
Es entonces cuando descubrimos nuevos
alicientes en unas tareas que antes nos parecían escasamente atractivas como,
por ejemplo, un silencio complaciente, una conversación amigable, un abrazo
fraterno, una melodía sencilla, un paisaje apacible o una lectura sosegada.
Y es que las enfermedades nos proporcionan
–nos pueden proporcionar- un mayor conocimiento de nosotros mismos y de los
demás porque nos persuade directamente de que el cuerpo sí tiene que ver con el
espíritu, la salud con la mente y la enfermedad con las emociones e, incluso,
con las pasiones. Las enfermedades nos proporcionan los argumentos más
contundentes para persuadirnos de que, por muy suficiente que nos creamos,
necesitamos de la compañía, de la comprensión, de la cordialidad y de la ayuda
de los otros. Como a Virginia Woolf, a mí también me sorprende lo escasamente
que reflexionamos sobre la enfermedad “considerando lo común que es, el
tremendo cambio espiritual que provoca, los asombrosos territorios desconocidos
que se descubren cuando las luces de la salud disminuyen, los páramos y
desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe, los precipicios y las
praderas salpicadas de flores brillantes que revela un ligero aumento de la
temperatura, los antiguos y obstinados robles que desarraiga en nosotros la
enfermedad…”
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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