Aunque, efectivamente, amargarse la vida es fácil,
desarrollar el “arte” de amargarse la vida de una manera sistemática requiere
cierto aprendizaje que se adquiere desde la más tierna infancia. Es cierto que
algunos episodios por sí solos nos hacen sufrir y que algunas personas
“hartibles” poseen especial habilidad para estropearnos el día, pero también es
verdad que, a veces, somos nosotros mismos los que nos empeñamos en castigarnos
y los que disfrutamos mostrando al mundo entero lo sufridores que somos.
Todos conocemos a personas que pasan por normales, que se regocijan
con las penas o, al menos, con el relato de los dolores que, de manera
permanente, ellos padecen. Y es que quejarse es una de las maneras más
frecuentes de llamar la atención y de darnos importancia. De la misma manera
que unos alardean de guapos, de listos, de ricos o de fuertes, otros, por el
contrario, presumen de ser unos eternos mártires. Son aquellos que se convencen
a sí mismos y nos demuestran a los demás que, hasta las acciones más inocuas,
encierran componentes dañinos que nos hieren o nos ofenden.
¿Conoce usted a alguna de esas personas que, permanentemente,
interpretan los sucesos cotidianos como insoportables y los eventos triviales
como desmesurados? Aunque es cierto que, como ocurre en la mayoría de los
hábitos, esta singular manera de ser depende de los genes y de la educación que
hemos recibido, también es verdad que la psicología nos enseña que nosotros
mismos hemos de ser los creadores de nuestra propia felicidad limpiando de
manera permanente los molestos pedruscos del camino y fortaleciendo la piel del
cuerpo y del espíritu.
Tengo la impresión, sin embargo, de que en la actualidad la
queja, igual que los malos modos, goza de un brillante prestigio, sobre todo,
en algunos medios de comunicación. Si hace algún tiempo la prudencia y la
discreción se mostraban como un lujo, ahora es la protesta la que se exhibe
como un signo de distinción. Quizás sea una manera de expresar el rechazo de
otros desórdenes presentes o pasados, estimulados por la admiración de los
reprimidos ante el poder emocional de los que están justamente indignados. Pero
puede ser también el síntoma de un suave masoquismo, esa tendencia de algunas
personas a disfrutar sintiendo dolor, imaginando que sufren, o, quizás, su
origen estribe en el profundo convencimiento del valor salvífico de los
sufrimientos por sí mismos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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