Experimentar miedo cuando nos acecha algún
peligro es un síntoma bueno y una reacción -emocional y fisiológica-
beneficiosa. Como todos sabemos, el miedo es la respuesta espontánea que, tras
la toma de conciencia de una amenaza, nos estimula para que nos defendamos,
para que evitemos los riesgos alejándonos de ellos, resguardándonos en lugares
seguros, protegiéndonos con escudos preventivos. Otras veces, sin embargo, el
miedo -si logramos vencerlo- es un impulso que nos empuja para que, provistos
de las armas adecuadas, nos enfrentemos a las agresiones con mayores garantías
de éxito. Puede ocurrir, también, que algunos aprovechados -desactivando su
función protectora y haciéndonos más frágiles- desencadenen nuestro temor intencionadamente,
y que lo empleen como ardid perverso
para vencer nuestra resistencia a confiar en ellos y, así, lograr más
fácilmente nuestra adhesión a sus propósitos.
Fíjense cómo lo usan los tiranos, los
terroristas y, en general, todos los sinvergüenzas ambiciosos que,
cobardemente, pretenden jugar con ventajas y beneficiarse debilitando
inicuamente nuestras defensas físicas y desactivando nuestras protecciones
anímicas. La historia de la humanidad está plagada de personajes célebres
sembradores de terror, que han conseguido acumular poderes políticos,
religiosos y económicos, gracias a su habilidad para amedrentarnos anunciando
males y prediciendo ruinas y catástrofes. Es cierto que, en muchos casos, esos
pájaros de mal agüero y esos profetas de calamidades, son unos neuróticos
asustadizos que, con su pesimismo, pierden la credibilidad, pero también es
verdad que, en amplios sectores de la población, logran crear un clima de
inseguridad y un ambiente de ansiedad.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
0 comentarios:
Publicar un comentario