Todos conocemos a personas
que se caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado,
por destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros
del futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo
tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más
horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e
irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.
Cuando comentamos con ellos
cualquier suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo,
las calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las
perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para
ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido
museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de vergonzosas perversidades.
En mi opinión, hemos de
defendernos de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y
nos amarguen la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar la fórmula eficaz para evitar
que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con
los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos de encontrar un
acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos
de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los
nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los
días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos
puede ayudar para que descubramos el germen vital que late en el fondo de la
existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, en el balance permanente
de la crítica y, sobre todo, de la necesaria autocrítica, hemos de evaluar los
otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos, por ejemplo,
en la convicción de la dignidad y de la libertad del ser humano, en nuestra
capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo de los
errores, podemos alentar esperanzas y
elaborar proyectos de progreso permanente de cada uno de nosotros y de la
sociedad a la que pertenecemos.
Reconociendo el declive que el
individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta
"ansiedad de perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo
de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres, las mujeres
y la naturaleza, y, en resumen, recuperar el diálogo con los demás y el
reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así mantendremos la posibilidad
del amor y los gestos supremos de la vida. Si pretendemos que nuestras vidas no
sean escenas sueltas –“hojas tenues, inciertas y livianas, arrastradas por el
furioso y sin sentido viento del tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese
hilo conductor, que las rehilvane y que proporcione unidad, armonía y sentido a
nuestros deseos y a nuestros temores, a
nuestras luchas y a nuestras derrotas.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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