Si analizamos con atención
los impulsos que nos estimulan para que leamos libros de ciencia, de filosofía,
de historia, de literatura o, simplemente, para que hojeemos las diferentes
secciones de la prensa, podemos llegar a la conclusión de que, en realidad, lo
que buscamos ansiosamente son pistas que nos orienten en el complicado laberinto
del tiempo. Las noticias de episodios ya ocurridos son claves que nos ayudan a pensar, a imaginar
y a intuir la enredada madeja del mañana; son presagios que nos disponen a
inventar, a crear, a calcular, a pronosticar y, en definitiva, a controlar el futuro. El
objetivo final es conocer qué nos va a ocurrir en ese camino, más o menos
lejano, que aún nos queda por recorrer.
Decía Peter Handke que no
somos otra cosa que preguntas contundentes y vivas, interrogantes repletos de
las dudas inquietantes que provoca la propia existencia. Efectivamente, cada
episodio diario, por muy anodino que a simple vista nos parezca, nos siembra
dudas anhelantes que nos obligan mirar con
la intención de dominar la inquietud que provoca esa constatación de la soledad
individual en medio de un mundo rodeado de sombras y de nubes amenazantes.
Ahí reside, como es sabido,
no sólo la eficacia de los anuncios publicitarios sino también la capacidad
persuasiva de los mensajes políticos y religiosos. Todos estos discursos se
refieren preferentemente al futuro, todos son, en cierta medida, oráculos que
responden a nuestra permanente búsqueda de sorpresas. Y es que los planes, los programas, los
proyectos, los presupuestos y los anuncios alimentan nuestras esperas y
nuestras esperanzas y, en última instancia, responden, con mayor o con menor
eficacia, a nuestra permanente pregunta: ¿qué nos va a ocurrir en un futuro más
o menos lejano?
La verdad es que estamos en
este mundo real y en otro irreal: el del instante presente y el que
anticipamos, proyectamos e imaginamos, el que no está aquí, el de mañana. Este es el que nos estimula y el que confiere
sentido, en la doble acepción de la palabra, a nuestros trabajos, y el que nos
permite sobrevivir.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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