La consideración de la brevedad de la
vida y de la inevitabilidad de la muerte, en vez de paralizarnos y de diluir
nuestro tiempo, debería estimularnos para que extraigamos de cada uno de
nuestros episodios los jugos más esenciales y sustanciosos. En vez de
agobiarnos negando inútilmente la muerte, podríamos convertirla en un estímulo
para aprovechar cada minuto de vida. ¿Cómo? Respetándonos, queriéndonos y
ayudándonos. Es posible que –sin necesidad de recurrir a aquellas truculentas
meditaciones sobre los novísimos de los Ejercicios Espirituales- el pensamiento
sereno sobre la muerte –sobre la nuestra y sobre la de nuestros seres queridos-
nos empuje para que, de forma explícita, con amor y con respeto, hablemos de
todas esas cosas buenas y bellas que, con demasiada frecuencia, sólo decimos en
los funerales.
Desde la perspectiva de la muerte vemos
la vida de otra manera y si algunas cuestiones pierden valor, otras por el
contrario, recobran su importancia: hace posible una mirada distinta sobre la
realidad, nos proporciona una claridad que disuelve esos ruidos que trivializan
los asuntos que, reconsiderados serenamente, están llenos de sentido.
Si al pensar en la muerte miramos
retrospectivamente a los momentos difíciles y soñamos ilusionados en un mañana
mejor, es posible que intensifiquemos nuestro presente y prosigamos nuestra
andadura liberados de lo peor de nosotros mismos y, quizás, nos ilusionemos con
una convivencia más grata y más placentera con los seres más queridos: con
nuestros familiares, con nuestros amigos e, incluso, con nuestros compañeros,
convecinos y conciudadanos. Hoy, queridas amigas, queridos amigos, es un día
importante. Aprovechemos cada uno de sus segundos, vivámoslos con intensidad e,
incluso, con gratitud. Un abrazo.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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