Por
lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una destreza extraña y un
proceder poco común. Y es que, en contra de lo que se suele afirmar, “mandarlo
todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un portazo”, más que un
gesto de cobardía puede ser la consecuencia de una serie de valores de los que,
a veces, carecemos. La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de los casos,
lucidez, libertad de espíritu, valentía y, paradójicamente, ser fieles a los
compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requiere, además,
muchas dosis de atrevimiento para romper con todo, para huir de las
esclavitudes y para escapar al vacío.
La
mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión la hora del comienzo de
sus actividades, pero no prevén el momento de la terminación. Algunos
psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital que se manifiesta en
timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a quedarse solo o,
incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre a los políticos
carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas pesadas? A mí me asustan, sobre todo, los que dan
razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos aquellos que se
agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la fidelidad a la llamada
de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a la vocación
sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.
Estoy
convencido de que, para renovar la vida de los grupos humanos, todavía más
necesario que reinventar nuevas fórmulas o establecer principios diferentes, es
preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es verdad que la experiencia
es un capital que hemos de saber rentabilizar, también es cierto que los
problemas nuevos requieren soluciones inéditas y manos diferentes. Los
gobernantes se cansan o, lo que es peor, se acostumbran a mandar, pero los
súbditos se saturan y se empachan cuando durante mucho tiempo están viendo las
mismas caras.
Hemos
de reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que sí que para
decir que no; para empezar que para terminar, para aceptar los cargos que para
presentar la dimisión. No es necesario que nos pongamos trascendentes ni que
afirmemos que, en nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir.
Probablemente tendremos que hacer como Lola cuando ponía la escoba bocarriba
detrás de la puerta para así conseguir que María se despidiera en sus
interminables visitas.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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