En mi opinión, el conocimiento de los
episodios más relevantes de la historia de la Diócesis de Cádiz y el recuerdo
de los comportamientos de sus personajes más acreditados podría -debería- ser
una estimulante invitación para que recuperemos nuestras señas de identidad y
una alentadora llamada para que actualicemos sus mensajes más característicos.
Si repasamos con atención el dilatado y diverso itinerario recorrido durante
estos 750 años, es posible que –como afirma el Obispo- experimentemos un
intenso deseo de renovación eclesial y que nos decidamos a abrir unos cauces
nuevos de comunicación y a establecer unos fuertes vínculos de conexión
fraterna. La contemplación de la diversidad de modelos de obispos, de sacerdotes,
de religiosos y de fieles que, a lo largo de las diferentes y convergentes
veredas, han encarnado los mensajes evangélicos en esta Diócesis debería
constituir unas explícitas invitaciones para que, aceptando la variedad de
opciones y de “carismas”, vivamos la unidad en la pluralidad.
La elaboración de proyectos ilusionantes
dependerá, en gran medida, del acierto con el que descubramos que esos ejemplos
nos proporcionan unas respuestas válidas para los problemas actuales, pero
siempre que emprendamos un proceso de acercamiento mutuo, de diálogo fluido, de
conversación sincera y de comunicación abierta, tras aceptar que, en los
trabajos de evangelización, nadie sobra sino que es necesario que todos
trabajemos intensamente ampliando nuestra capacidad para crear la cultura del
encuentro, de la convivencia y de la colaboración.
El recuerdo de tiempos pasados nos hace
renacer sólo cuando genera unos propósitos transformadores, cuando nos sirve
para elaborar proyectos de una vida personal
más plena y para contribuir en la formación de una sociedad más armoniosa. De
esta manera seremos capaces de interpretar correctamente los acontecimientos
actuales, de proporcionar seguridad en nuestros vacilantes pasos y de descubrir
el significado de las experiencias nuevas.
En mi opinión, la celebración de esta efeméride nos debería servir para leer -con
atención, con libertad y con coherencia- el Evangelio huyendo tanto de la
blandura condescendiente como de la intolerante rigidez, y para practicar, con
una fidelidad original, el amor, ese impulsor central de la vida personal y esa
fuente nutricia de la supervivencia colectiva. En estrecha relación de comunión
afectiva y efectiva con las personas de la Iglesia real y oficial, evitando las
evasiones y los narcisismos encubiertos y sin caer en la tentación de formar
grupúsculos cerrados en vez de miembros de una Iglesia de Jesucristo abierta,
plural y unida. De esta manera podremos repasar y repensar nuestra existencia
examinado las sustancias nutritivas, prestando atención al camino recorrido y
contemplándolo con alegría, con esperanza y con gratitud. Es posible que así nos animemos mutuamente para
desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más adaptada a las
condiciones de los tiempos nuevos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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