En nuestra opinión, la prueba
más contundente y la expresión más clara de la sabiduría humana es la difícil
virtud de la discreción –no el secretismo- que consiste, fundamentalmente, en
la capacidad de administrar las ideas, de gobernar las emociones y, más
concretamente, en la habilidad para distribuir oportunamente las palabras y los
silencios. Es discreto, no el taciturno, sino el que dice todo y sólo lo que
debe decir en una situación determinada; es el que interviene cuándo y cómo lo
exige el guión.
La discreción es, por lo tanto,
una destreza que pertenece a la economía en el sentido más amplio de esta
palabra, es una habilidad que, además de prudencia, cautela, sensatez, reserva y cordura, exige un elevado
dominio de los resortes emotivos para intervenir en el momento justo, un tino
preciso para acertar en el lugar adecuado y un pulso seguro para calcular la
medida exacta, sin escatimar los esfuerzos y sin desperdiciar las energías.
La indiscreción, por el
contrario, puede ser la señal de torpeza, de ignorancia o de desequilibrio, y
pone de manifiesto la incapacidad para gobernar la propia vida y, por supuesto,
para intervenir de manera eficaz en la sociedad. Supone siempre un peligro que,
a veces, puede ser grave y mortal. El indiscreto corre los mismos riesgos que
el chófer que conduce un automóvil que
carece de frenos y de espejo retrovisor.
La indiscreción se manifiesta
por tres síntomas que constituyen serias amenazas que ponen en peligro la
integridad personal y la armonía social. El primero es la locuacidad o
verborrea: esa diarrea o incontinencia verbal y esa falta de control y de
moderación para expresar todo lo que se piensa o se siente sin tener en cuenta
las consecuencias de sus palabras ni la sensibilidad de los que las escuchan.
Los lenguaraces cuentan todo lo que saben y, a veces, lo que no saben, y se
defienden diciendo que son francos, claros, valientes, sinceros y espontáneos.
El segundo es la carencia de
intimidad y la falta de pudor para hablar de sí mismos. Fíjense cómo, cuando
tratan de cualquier tema, sólo se refieren a ellos. Son exageradamente
subjetivos: el fútbol o los toros, la política o la religión, el flamenco o la
música clásica, constituyen meros pretextos para relatar sus hazañas. Y el
tercero es el tono de amarga queja con el que hablan o escriben. Sus críticas
son tristes lamentaciones, agrias murmuraciones, exasperados gemidos o huraños
sollozos.
Recordemos cómo el jesuita
aragonés Baltasar Gracián (1601-1658), considerado como la encarnación del intelectual puro, en su
tratado moral publicado en 1645, en el que nos propone el paradigma de la
perfección humanista y humana, describe al “discreto” como el hombre ideal,
como el artista de la vida, como el genio que, dotado de nativa nobleza, de
ingenio y de equilibrio de virtudes intelectuales y prácticas, es seguro de sí
y dueño de sus propias acciones; conoce sus cualidades y, sobre todos, sus
límites.
MS"'> nos animemos mutuamente para
desarrollar una vida cristiana más viva, más entusiasta y más adaptada a las
condiciones de los tiempos nuevos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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