En esta ocasión no
tengo más remedio que poner las cartas sobre la mesa para que cada uno de los
lectores extraiga las conclusiones pertinentes. Desde todos los ángulos de la
sociedad se repite hasta el empacho que las raíces profundas de la mayoría de
los problemas que padecemos en la actualidad y, por lo tanto, las claves de sus
soluciones se adentran en el seno de las familias.
Todos coincidimos en
que, cuando por razones culturales, económicas, laborales, psicológicas o
sociales, la familia no funciona de una manera correcta, no sólo nos
desequilibramos psicológicamente los esposos y los hijos, sino que, además, se
resienten gravemente las demás actividades que desarrollamos en la sociedad. Estamos
hartos de repetir que, la mayoría de las veces, el fracaso escolar, la adición
a las drogas, el éxito profesional, el bienestar de los ancianos dependen, en
última instancia, de la calidad de la vida familiar.
Por muy tópico que nos
suene, hemos de seguir insistiendo en que la construcción de la personalidad,
la transmisión de los valores morales, la configuración de las actitudes nobles
y, en general, nuestra formación humana individual, social y profesional
dependen, en gran medida, de la atmósfera que hayamos respirado en el hogar. Si
fuéramos coherentes, la consecuencia que deberíamos extraer sería que estamos
obligados a invertir más medios en alimentar la vida familiar, en restañar las
heridas que producen las batallas y, en definitiva, en mejorar las condiciones
que favorecen su crecimiento moral. A veces se da la paradoja de que,
impulsados por la sincera intención de mejorar a la familia, abandonamos
nuestros quehaceres familiares más esenciales. Gastamos la mayoría de nuestro
tiempo, de nuestras ideas y de nuestras energías en unas tareas externas cuyos
beneficios no siempre repercuten en el verdadero bienestar de nuestro cónyuge, en
la educación de nuestros hijos o en la atención de nuestros mayores.
No tenemos más remedio
que ser realistas y reconocer que la familia está situada en medio del barullo
de la vida actual y que, teniendo en cuenta las amplias, profundas y rápidas
transformaciones que hemos experimentado, nos resulta complicado cuidar los
múltiples quehaceres de la vida familiar. Por eso hemos de admitir, al menos,
que necesitamos buscar unos espacios de reflexión con el fin de encontrar
nuevos modos de conciliar el trabajo con el ocio y que es urgente que nos
preocupemos por descubrir unas fórmulas eficaces que nos ayuden a llevar a cabo
la siembra de los valores más importantes, su laboreo e, incluso, la
recolección de los frutos, en nuestros hogares, en ese terreno que, sin duda
alguna, es el más grato, el más fértil y el más agradecido.
Los beneficios que no
redundan en la mejora familiar, por mucho que lo coticen los mercados
financieros o los agentes publicitarios, no sirven para enriquecer nuestra vida
ni la de los seres que más queremos y que más nos quieren. Si no descubrimos
que es en la familia donde disfrutamos de las alegrías más hondas y de las
satisfacciones más auténticas, seguiremos malgastando nuestro tiempo y
desperdiciando nuestras energías. Las inversiones más rentables serán las que
dediquemos a conversar, a divertirnos y a disfrutar con nuestra familia, la
institución que mayor garantía nos proporciona para defender la dignidad humana.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
Universidad
de Cádiz
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