Sin duda alguna, tendrá que
pasar mucho tiempo para que se disipen las amargas sensaciones de
estremecimiento, de terror y de abatimiento que experimentamos cada vez que se
produce un atentado terrorista. ¿Qué
está pasando -me pregunto- para que la crueldad alcance una extensión tan
amplia y unos niveles tan elevados? En mi opinión, ya no es sólo que se estén
disolviendo los principios éticos más esenciales sino que, además, se está
aboliendo la visión de los otros, de los diferentes, como verdaderos seres
humanos. Creo que deberíamos escarbar en el fondo de nuestras conciencias
tranquilas para descubrir esas raíces profundas que, sin ser plenamente
conscientes, quizás también nosotros estemos cultivando.
Para evitar llegar a tales
extremos de ferocidad, deberíamos empezar por ponernos en guardia cuando al
extranjero, al adversario o, incluso, al enemigo, los miramos como seres
desprovistos de su condición humana, cuando no reconocemos de una manera
explícita que todos poseen idéntica dignidad que nosotros y que los nuestros.
Cuando, desde una determinada ideología, religión, cultura, pueblo o clase
social, adoptamos posturas de suficiencia o de desprecio frente a los integrantes
de otros grupos, estamos anidando los gérmenes de un distanciamiento que, si
sigue creciendo, puede llegar al resentimiento, al desprecio o al odio. ¿No os
habéis fijado en esas expresiones de orgullo agresivo, en ese tono de burla
agria y en esos gestos de desdén hiriente con los que, por ejemplo, los de la
derecha se refieren a los de la izquierda, y los de la izquierda a los de la
derecha? ¿No es cierto que, a veces, los agnósticos ridiculizan acerbamente a
los creyentes y los creyentes se mofan jactanciosamente de los agnósticos?
Aunque, efectivamente, en estas
actitudes de altanería y de desprecio, advertimos diferentes grados de
petulante suficiencia, hemos de reconocer que las semillas, cuando están
sembradas en un terreno abonado y disfrutan de una atmósfera propicia, pueden
crecer y dar abundantes frutos. Recordemos el odio impulsado en otras épocas y
en otros lugares por ideales nobles y por causas justas.
Los psicólogos explican que
estas conductas tan crueles -tan inhumanas- tienen su origen en una
consideración del otro como un ser inferior, en un sentimiento que, si lo
cultivamos, puede desembocar en una valoración del diferente como adversario,
del adversario como enemigo y del enemigo como animal, como un bicho o como una
fiera que, por tanto, están privados de la condición humana. Los terroristas
matan a seres que, por el solo hecho de existir, representan un peligro, una
amenaza o, simplemente, una dificultad para sus proyectos. El Estado ha de
evitar que estos desalmados impongan sus ideas y sus reglas por la fuerza del
miedo, pero sin emplear sus mismas armas ni sus mismos principios. Hemos de
reconocer que impedir una acción terrorista no resuelve el problema del
terrorismo. Luchemos, pero para que, en nuestras entrañas, germine, sobre todo,
un respeto reverencial al ser humano.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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