jueves, 7 de diciembre de 2017

LIBERTAD

“Libertad” es una de esas palabras fetiches que, repetidas hasta la saciedad en nuestra sociedad y prodigadas permanentemente en nuestra cultura, despiertan en nosotros profundas resonancias emotivas y suscita complejas energías vitales. Es, también, uno de esos términos tópicos que, a veces cargados de vulgaridad, de imprecisión y de codicia, enarbolan como bandera de enganche los regímenes ideológicamente más opuestos: todos están convencidos de su singular capacidad para seducir a amplias masas de población. Esta es, en consecuencia, una de las expresiones que, cuando las contrastamos con la realidad, nos suelen desilusionar profundamente. Le ocurre como al aire que, aunque es necesario para sobrevivir, sin embargo, no es suficiente para alimentarnos.

Estoy de acuerdo en que la libertad es un derecho natural de todos los seres humanos, una aspiración permanente tanto de los que carecen de ella como de los que pretenden aumentarla, pero también hemos de reconocer que por sí sola no garantiza la obtención de los demás bienes ni la consecución del resto de los derechos humanos: libertad no es sinónimo de bienestar. En la práctica solemos olvidar que no es un objetivo final sino una condición indispensable para lograr otros fines más valiosos y más necesarios: todos conocemos a seres que, a pesar de ser libres, carecen de los medios indispensables para vivir de una manera plenamente humana de acuerdo con esa dignidad que, a veces, sólo es una mera declaración teórica.

Hemos de reconocer también que la libertad plena es utópica porque está frenada no sólo por las barreras políticas y por las convenciones sociales sino, también, por las represiones personales: por la censura institucional y por la autocensura ideológica. Este valor tan apreciado por todos nosotros, a menudo está oscurecido por los abusos de los poderosos y por el salvajismo de los políticos que, en reiteradas ocasiones, han desembocado en catástrofes sangrientas, en manipulaciones caprichosas y en propuestas sádicas que han conducido a la barbarie, a la brutalidad, al caos y a la destrucción.

Nuestra sociedad -aparentemente tan permisiva- también tiende a reducir el espacio de libertad de las personas, porque nos llena de exigencias que debemos cumplir para que encajemos en este mundo a veces tan injusto y tan irracional. El individuo, por estar inmerso en una sociedad que no admite diferencias, se siente obligado a reprimir sus propias ideas para evitar desentonar y ser rechazado por anacrónico, exótico, raro, extraño o, incluso, antisocial.

Estoy convencido de que la autocensura es aún más fuerte que la presión social; como todos sabemos, nos bloquea los pensamientos y las aspiraciones, la parte más auténtica de nuestro ser. Si es cierto que el ambiente nos impide sacar a flote nuestra personalidad, también es verdad que, aún más difícil que romper le barrera social, nos resulta saltar por encima de algunos hábitos gratuitos o de convicciones injustificadas. Hemos de reconocer, sin embargo, que, en ocasiones, desligarnos de algunos vínculos que nos constriñen, implica atarnos con otras ataduras más estrechas que las primeras, amarrarnos con unas correas que nos alienan y nos enajenan.

Recordemos que la libertad consiste en librarnos de la esclavitud, en romper unas ataduras físicas, jurídicas o emocionales que nos convierten en propiedad de otra persona o de una institución, de un objeto o de un hábito. Hemos de reconocer que, a pesar de todos los progresos, la esclavitud aún no ha sido totalmente abolida ni en la sociedad ni en la familia ni, sobre todo, en el fondo de nuestra conciencia.



                   José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura

Universidad de Cádiz

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