De la misma manera que,
a veces, valoramos más las peanas, las tribunas, los escenarios y los tronos
que a los personajes que en ellos se asientan, también es frecuente que
respetemos a las personas más por los cargos que ostentan, que por su condición
humana y por su talla moral. En mi opinión, por el contrario, merece más
respeto
nuestra común dignidad humana que las distintas funciones que, eventualmente,
desempeñemos. Aunque parezca una obviedad, no está demás que afirmemos que es
digno del mismo respeto el general y el soldado, el rey y el ciudadano, el
profesor y el alumno, el obispo y el monaguillo, el pobre y el rico, el listo y
el torpe, la señora y la criada, el blanco y el negro, el creyente y el agnóstico,
el guapo y el feo.
Este
respeto es -o debería
ser-,
a mi juicio, el
fundamento último de todas las normas que regulan nuestros comportamientos
éticos, nuestras relaciones sociales e, incluso, nuestras actividades
políticas. En esta consideración de la persona se apoyan los derechos humanos de
los individuos: unos valores que, como por ejemplo la libertad, la justicia y
el trato correcto, constituyen los fundamentos de la convivencia en paz de las personas
y los cimientos de la colaboración mutua imprescindible para mejorar la calidad
de vida y, en consecuencia, para lograr un mayor bienestar individual, familiar
y social.
Esta
dignidad suprema de todas las mujeres y de todos los hombres es el escalón que
nos levanta sobre los demás seres de la naturaleza, éste es el peldaño
fundamental que nos constituye a todos en sujetos dignos de respeto. Las demás
escalas, los escalafones, las categorías, los rangos, las jerarquías y los
títulos, por muy pomposos que sean, por mucho que se revistan de oropeles,
poseen una mínima relevancia si los comparamos con la básica. El respeto
esencial, por lo tanto, no es una exigencia determinada por la edad, por el
saber o por el gobierno, sino una consecuencia de nuestra común condición
humana, es una derivación de la dignidad suprema del ser humano.
Si,
aceptando esta premisa, dirigiéramos una mirada panorámica al conjunto de la
sociedad y de la historia, tendríamos la impresión de que contemplamos un
paisaje bastante homogéneo en el que las posibles elevaciones no deberían estar
determinadas por los cargos políticos, por las relevancias sociales, por los
niveles económicos ni siquiera por las “dignidades” religiosas sino, más bien,
por la coherencia ética, por la competencia profesional o por el servicio
social, en resumen, por la nobleza y por la calidad personal.
A
veces hemos tenido la impresión de que el respeto era esa actitud infantil,
sumisa y miedosa ante los poderosos, una secuela de una carencia de libertad intelectual,
moral y religiosa, en vez de ser una respuesta adulta y libre al que le
confiamos una misión de servicio a la sociedad. Por eso, hemos podido comprobar
cómo el tradicional despotismo del jefe orgulloso y brutal ha destruido el respeto
solidario y lo ha reemplazado por el servilismo que ha dado lugar al
atropello, a la huida o a la rebelión.
Hemos de evitar
confundir la falta de respeto con un debilitamiento de las viejas formas y la
sustitución por otras pautas acordes con la sociedad democrática. El respeto es
-insisto- una de las formas de la solidaridad y, por eso, afirmo que todos y
cada uno de los seres humanos son dignos del mismo respeto, aunque no estemos
de acuerdo con sus ideas, con sus palabras o con sus comportamientos. La única
manera de inspirar respeto es respetándose a sí mismo y respetando a los demás. Para lograrlo
hemos de conocer el valor propio y reconocer el valor de los demás.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la
Literatura
Universidad de Cádiz
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