Me resulta llamativa la
machacona reiteración con la que los líderes de muchas instituciones exigen a
sus respectivos miembros una “inquebrantable lealtad” y, en consecuencia, los
continuas quejas que profieren sobre las “ingratas deslealtades”que,
pacientemente, ellos - los líderes - sufren. Si analizamos detenidamente sus
declaraciones llegamos a la conclusión de que la lealtad constituye para ellos
el bien supremo y la virtud soberana, o bien que, por el contrario, es sólo una
fórmula vacía o un mero procedimiento retórico. Es posible que, en la mayoría
de los casos, olviden que esta virtud humana es la expresión y el resumen de
una serie de valores morales que no suelen defender con la misma contundencia.
No deberían perder de vista que la lealtad se apoya en la confianza mutua, en
el respeto escrupuloso de todos -gobernantes y ciudadanos- a las reglas de
juego. Algunos, incluso, llegan a pensar que los “súbditos”, aunque tropiecen
con dificultades, no le fallarán a ellos en los asuntos fundamentales ni
siquiera en las decisiones caprichosas.
¿Qué nivel de lealtad
puede haber cuando existe desconfianza mutua, recelos, se ocultan informaciones
y se acusan mutuamente de mentir? Por otro lado hemos de tener también claro
que, aunque es cierto que la lealtad -la voluntad sincera de responder a la
palabra dada y de cumplir con los compromisos adquiridos- es una exigencia
básica en las relaciones profesionales e incluso familiares, también es verdad
que, en la práctica, esta obligación ética posee diferentes niveles de
observancia, dependiendo de unos condicionantes y de unos límites que pueden
hacerla imposible. Quiero decir que no es una virtud suprema, sino que puede
estar condicionada e incluso impedida por diferentes circunstancias adversas.
No se podría ofrecer ni
exigir lealtad para, por ejemplo, conculcar los derechos humanos, para impedir
el ejercicio de la plena libertad individual, para engañar a los ciudadanos,
para cometer injusticias o para insultar al adversario. La lealtad exige la
colaboración en la defensa de los asuntos de interés común pero, en ocasiones,
la mejor colaboración la ofrecemos denunciando los errores del interlocutor,
realizando una crítica rigurosa a las posibles arbitrariedades y advirtiendo de
los peligros de sus decisiones.
A veces, los dirigentes
que exigen lealtad, en realidad están obligando a la obediencia ciega, a la
docilidad pasiva a sus caprichos o a la sumisión plena a su omnímoda voluntad.
Por eso hemos de distinguir entre la lealtad a unos compromisos libremente
contraídos y la fidelidad a una persona: ser leal no es cumplir
incondicionalmente la voluntad del superior, no es secundar sus deseos ni
entregarse a sus caprichos. Con la misma fuerza que decimos que, para que
funcione la sociedad, hemos de respetar los pactos y cumplir las promesas,
hemos de aceptar que los pactos se pueden replantear y las promesas se deben
revisar cuando las circunstancias han cambiado de una manera sustancial. Todos
estamos convencidos de que, en esencia, los dirigentes buscan el bien común y
que, al mismo tiempo, persiguen sus propios intereses. Creo que el
entendimiento entre las personas que integran las diferentes instituciones,
políticas, sociales, religiosas y culturales será difícil mientras que no
aceptemos todos, en la teoría y en la práctica, que esas agrupaciones -todas-
son meros instrumentos para proporcionar bienestar al conjunto y a cada uno de
los ciudadanos.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
Universidad
de Cádiz
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