Como tú me pides- querida
amiga, querido amigo- te responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿Existe el
bienestar? Te contesto: sí.
Te aseguro que, en
esta ocasión, no he pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas
probadas. Mi respuesta -inmediata, ingenua e irreflexiva- sólo se apoya en la
experiencia personal: en la mía, en la tuya, en la nuestra. Traigo a la memoria
algunos de esos momentos intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado
y, también, recuerdo ese estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable,
inseguro y tenue que hemos alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos
ímprobos. Tú has podido comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible
mantener los equilibrios inestables de la convivencia, prolongar los días
huidizos y ahondar los fugaces minutos de nuestra corta existencia.
Tú -igual que yo-
has gozado de esas chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes, que nos
habían producido una simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave
caricia, una sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata,
un intenso silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o,
simplemente, la luz matizada de cualquier atardecer; tú -igual que yo- te has
deleitado con esas partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces
de sazonar todas las fibras de nuestra existencia humana; tú -igual que yo- has
saboreado los aromas sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra
visión de la vida.
Pero, también, tú
tienes constancia probada de la posibilidad -de la urgente necesidad- de alcanzar
el nivel aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú -igual que yo,
limitación e historia- tienes que aceptar los estrechos límites de tus
espacios, superar las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces
enemigos de tu identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la
indolencia o de la apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y
sufrir.
El bienestar es
una meta suprema y un objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente,
hemos de perseguir y alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos
zigzagueantes de un mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las
empinadas sendas de un universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que yo-
abrigas la profunda convicción de que algunos tesoros humanos, los más
valiosos, no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el
deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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