La
libertad ¿para qué?
Madrid, 2019
Confieso, en primer lugar, que, durante la relectura de
este libro que reúne una serie de conferencias del ensayista y dramaturgo
francés Georges Bernanos (1888- 1948) me he sentido más sorprendido que cuando
lo estudié por exigencias académicas hace ya más de cincuenta años. Si entonces
sus afirmaciones me parecieron alarmistas, exageradas y pesimistas, ahora las
juzgo como los anuncios de un vidente o, mejor, como las revelaciones de un
profeta. Quizás tenía razón cuando afirmaba que “un profeta no es profeta de
verdad sino después de su muerte”. Bernanos, efectivamente, fue un hombre
libre, claro y valiente que asumió las consecuencias de su decisión de
“proclamar” su peculiar visión de la realidad -su verdad cristiana- a pesar de
que era consciente de los “sarpullidos” que sus palabras producían porque estaba
convencido de que: “las voces liberadoras no son las voces sedantes y
tranquilizantes”.
En este libro distingue las palabras “optimismo” y
“esperanza” La primera es un falso
sinónimo, un mero sucedáneo y una “trampa” que los políticos emplean como herramienta
propagandística con el fin de que los ciudadanos ingenuos se dispongan a creer,
a aprobar y a sufrir las promesas engañosas. De manera rotunda él llega a
afirmar que “el optimismo es una falsa esperanza para uso de los cobardes y de
los imbéciles”. Especialmente oportunas me parece su denuncia de la crisis que
sufriría Francia y Europa, a mitad del siglo XX, y que, en la actualidad, a mi
juicio, son aplicables a todo el mundo: “Pero pienso -y más vale decirlo cuanto
antes- que esas crisis no son más que las manifestaciones diversas de otra
crisis mucho más general. Esa crisis es una crisis de civilización”.
Singular importancia adquieren en estos momentos sus
análisis sobre el tecnicismo, sobre “dominio absoluto de la técnica” cuyos poderes
que, en vez de facilitar el crecimiento humano y el desarrollo social, aceleran
la destrucción de los valores e impiden la justicia, la solidaridad y la
convivencia en paz. Ya entonces él advertía el peligro creciente de la “nueva civilización
de las máquinas”, ese imperio tecnológico que disminuye el ejercicio de la
libertad e impide el desarrollo de la creatividad personal.
Hemos de tener en cuenta, sin embargo, que su crítica
al tecnicismo y al cientifismo no es la condena de la técnica y de la investigación
científica sino sus usos en beneficio exclusivo de la especulación, de ese afán
ilimitado y sin control de obtener beneficios económicos sin tener en cuenta
las perversas consecuencias que tienen sobre el empleo y sobre el bienestar de
la sociedad. De manera clara él advierte que la “dictadura económica” pone
gravemente en peligro los valores humanos, esos que, a lo largo de los siglos,
han constituido los cimientos y la estructura de nuestra civilización, de
nuestra sociedad e, incluso, de nuestra definición como seres humanos. Y es
que, efectivamente, la civilización y la sociedad humana se edifican mediante
la libre, la justa y la solidaria unión y colaboración de los hombres que, como
es obvio, somos “seres dotados de cerebro, de corazón y de tripas: de alma y de
cuerpo”. Explica con claridad cómo esta noción tan simple entra en
contradicción con la concepción que, en la práctica, sirve de criterio para
definir y para valorar a los seres humanos: “Aquí tenemos delante de nosotros
al hombre entregado a sus propias manos, sus manos rebeldes, sus manos
multiplicadas de repente casi hasta el infinito por los técnicos y por los
mecánicos, el hombre atacado por sus manos, despojado por ellas, pero desnudo
como un gusano impotente, esperando ser despedazado, poco a poco, trazo a
trazo, fibra a fibra, desintegrado”.
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