“El ánimo que piensa en
lo que puede temer, empieza a temer en lo que puede pensar”
-Francisco de Quevedo-
“La felicidad es la
ausencia de miedo”
-Eduardo Punset-
Aún sorprendido por la imagen de muchos de nuestros
compatriotas con los carritos de la compra cargados a tope de rollos de papel
higiénico, pienso en el miedo. Aunque, a fuer de sincero, la compra de papel
higiénico no tiene nada que con esa asustante emoción. Lo lógico, en estos
momentos de pandemia vírica, si del miedo se tratara, debería ser la compra de
mascarillas para protegernos y/o de solución hidroalcohólica para
desinfectarnos. Pero no, hemos arrasado con el papel higiénico.
Estos fenómenos de compras compulsivas tienen su origen en
la propia conducta de las compras en sí,
que son, casi siempre, impulsivas, irracionales y, sobre todo, imitativas.
Vemos que hacen y compran los demás y, aunque sea por curiosidad, nos
interesamos por ello. En ese momento, quizás, no los imitamos pero,
seguramente, más tarde, y sin saber por qué, lo haremos.
En esto del papel hemos pensado que, si todo el mundo lo
compra, será por algo, aunque nuestro raciocinio no entienda el por qué y, lo
que es peor, pienso que me puedo quedar sin él, después de ver en televisión
tantísimas estanterías vacías de los supermercados más conocidos. E imitamos
compulsivamente los ejemplos vistos.
Supongo que el primero que se atiborró de papel higiénico
estaba pensando en asegurar su más íntima dignidad personal y, al verla en
peligro, optó por dotarse de respeto aunque fuese en forma de finas hojas de
celulosa enrolladas de una manera peculiar.
Pero como dije anteriormente estoy pensando en el miedo. No
sé si es un sentimiento, una emoción, o algo que no se definir. Si sé que es
una sensación interior de desagrado que me provoca angustia las más de las
veces. He encontrado muchas definiciones del miedo, porque hay muchos puntos de
vista desde los que ha sido contemplado y descrito. Y así:
Hay una visión neurológica, que defiende que no es más que
la activación de la amígdala, y ya no sé más.
Hay, también, una visión biológica, que sostiene que el
miedo no es más que una herramienta de defensa y supervivencia. Al parecer esta
es buena para los seres humanos y también para los animales, que también
sienten miedo.
Hay un punto de vista psicológico, que nos habla de
emociones que llevan aparejada angustia, sin que haya una razón objetiva,
muchas veces, para ello.
Hay una visión social que considera al miedo como parte del
propio carácter de las personas o, incluso, de la propia sociedad. Como si
estuviera ínsito en nuestros genes más primitivos.
Y, además, se estudia como si fuera un accesorio y una prolongación
del dolor, pero todo ello más como una amenaza que como un dolor real. Diríamos
que es más una sensación que tenemos acerca de un peligro que nos acecha, ya
sea real o imaginado el peligro.
Parece una aceptación casi unánime para los que estudian
estos temas, que el miedo es necesario e imprescindible, porque de él depende
nuestra propia supervivencia. Ni Eduardo Punset ni yo comulgamos con esa idea.
Los entendidos dicen que si careciéramos de esas alertas que nos proporciona el
miedo sencillamente moriríamos. Y como lo obvio no necesita prueba resulta que
nuestra propia experiencia nos dice que el miedo alerta apenas aparece en
nuestras vidas. Y vivimos. La no presencia de este miedo no nos hace
temerarios. La temeridad es la creencia, falsa o no, de que podemos afrontar
una determinada acción por nuestros propios medios y que no corremos ningún
riesgo por ello. Así vamos a excesiva velocidad con el coche porque
controlamos, expresión ésta donde el miedo no tiene lugar. Hay quien no pasa de
veinte kilómetros a la hora por miedo y eso si es una temeridad y un peligro
para los demás y, por ende, para el miedoso.
El que sí aparece en nuestras vidas con más frecuencia es el
miedo angustia, el miedo irracional, ese que nos hace malvivir, vivir en unas
circunstancias desagradables en extremo. Es lo que los expertos llaman “sentir
miedo de forma disfuncional”.
En forma disfuncional se pueden sentir cualquiera de las
emociones primarias del hombre, como son la alegría o la tristeza, la ira, la
sorpresa, el asco o el miedo. Todos recordamos momentos desaforados de alegría
o de ira, de asco o de pena, sentidos, por tanto, en forma disfuncional. Como
todo en nuestra vida, no es el estímulo, el aguijón que decían los latinos, lo
que produce nuestra respuesta, sino la interpretación que hacemos de ese
estímulo.
La mayor parte de nuestros miedos no tienen una naturaleza
concreta y definida, sino que dependen directamente de nuestro pensamiento, del
entramado de ideas irracionales que inundan nuestra razón y que buscan su
fundamento lógico más en la posibilidad que en la probabilidad.
Y creo que ahí es donde deberíamos encontrar la clave.
Definimos un suceso como posible cuando es cierto que puede suceder y como probable
aquello que sin ser seguro pudiera llegar a ocurrir. Y aunque parecen iguales
no lo son. Existen los accidente de coches, o hay aviones que se caen provocando
centenares de muertos, son hechos ciertos, por tanto los accidentes son
posibles. Sin embargo, cuando nos montamos en un coche o en un avión, no es
probable que ocurra un accidente por una sencilla razón, porque ni todos los
coches tienen accidentes, ni todos los aviones se caen. Por ello, en ningún
caso debemos confundir posibilidad con probabilidad, máxime cuando de miedos se
trata.
Solemos, con frecuencia, ignorar la probabilidad de un hecho
y, por el contrario, magnificamos la posibilidad de ese mismo hecho y ello nos provoca
miedo. Miedo angustia. Miedo disfuncional. Y ello nos acarrea, en muchos casos,
un constante y permanente estado de susto, de angustia, de sobresalto, en
momentos, de auténtico pánico. Sencillamente porque hacemos realidad en nuestra
mente una calamidad que ni ha ocurrido, ni tiene por qué ocurrir. Y que,
seguramente, nunca ocurrirá. Estamos poseídos por lo que he llamado miedo
angustia, que nos paraliza, nos bloquea, nos acorrala, y contra ese miedo es
contra el que lucho.
Y, precisamente ahora, en estos tiempos de nuevos y
desconocidos virus, hay un miedo que tiene hasta nombre, asignado desde los más
antiguos tiempos de la medicina: la hipocondría. Hipocondríacos surgen por
doquier desarrollando en sus mentes esta infección con toda su virulencia.
Infección que, posiblemente, nunca tendrán y que, probablemente, si la
desarrollan, será de una gran benignidad. Pero son presas del miedo angustia,
del miedo disfuncional.
No pretendo ser un irresponsable ignorando que existen peligros
y, por tanto, miedos lógicos, pero dado que carecemos de bola de adivinar, dado
que no podemos, ni sabemos, adivinar el futuro, no es lógico creer a ciencia
cierta que algo nos va a ocurrir cuando no ha ocurrido y, posible y
probablemente, no nos ocurrirá jamás.
Creo que haríamos bien en identificar, en todo momento, la
amenaza. ¿Qué nos asusta? Hoy, es obvio, la enorme publicidad que se está dando
de un virus llamado coronavirus. Y en este punto me hago una pregunta: ¿por qué
no afecta esa amenaza igual a todos los seres humanos? ¿Por qué hay algunos que
creen que es una amenaza real y otros creen que dicha amenaza no existe, que es
inventada? ¿Pero qué pasaría si, efectivamente, nos contagiamos con el virus?
Vayámonos a la estadística. En China, al
parecer el origen del nefasto virus, con una población de mil trescientos
ochenta y cinco millones de personas, se han infectado poco más de ochenta y
una mil personas y han fallecido poco más de tres mil. De cada cien mil
habitantes se han infectado seis y de cada cien infectados han muerto cuatro. Y
la gran mayoría de fallecidos tenían otras patologías previas que los hacían
vulnerables al virus. Si pensamos en posibilidades y probabilidades habría que
desechar todo pensamiento amenaza para nosotros.
Es muy conveniente, en este tiempo, pensar también cómo
podemos evitar, prevenir o vencer a esta amenaza, dado que , hasta ahora, sólo
es una amenaza reiterada una y otra vez por los medios de comunicación. Tenemos
unos sencillos comportamientos que atender que se nos han repetido, también,
hasta la saciedad: cumplámoslos. Con ello ni siquiera la amenaza como posibilidad
irá con nosotros. Y lo más importante: convenzámonos de ello. La amenaza no es
de la suficiente entidad para que tengamos miedo de ella. Y, sobre todo, en
ningún caso debemos tener miedo angustia.
Y hemos de aplicarlo a todo en nuestra vida. Puede que haya
amenazas pero ninguna ha de ser del tenor de provocarnos miedo angustia.
Ninguna. No más miedo, nos va la felicidad en ello.
Y como dice mi maestro de autoayuda Dale Carnegie:
He aprendido en la gran Universidad del Sufrimiento una
filosofía que ninguna persona que haya tenido una vida fácil puede adquirir. He aprendido a vivir cada día según venga y
a no añadir conflictos con el temor del mañana. Es la sombría amenaza de
esa imagen lo que nos hace cobardes. Expulso
ese temor de mí, porque la experiencia me ha enseñado que cuando llegue el
momento que tanto temo se me darán la fuerza y el buen juicio necesarios para
hacerle frente. Los contratiempos ya no
pueden afectarme.
Francisco Jiménez Vargas-Machuca
En mi confinamiento por
el estado de alarma provocado por el virus.
Marbella, 27 de marzo de 2.020
0 comentarios:
Publicar un comentario