Cuando el pensamiento, la ciencia, la
tecnología, la economía y las comunicaciones habían alcanzado insospechadas
cumbres y cuando nos creíamos capaces de vencer cualquier contingencia natural,
un simple virus, una
partícula microscópica, nos ha atacado a los ciudadanos del mundo entero y ha
puesto en evidencia nuestra congénita debilidad. Esta pandemia que asola el planeta y no
distingue escalas sociales, credos religiosos ni convicciones políticas, que
ataca a mujeres y a hombres de cualquier condición social, académica o
profesional, ha tirado por tierra esas diferencias inhumanas determinadas por
la sacralización de la ciencia, de la economía y, sobre todo, del poder.
Recordemos los episodios de aquella
plaga de Peste ocurridos durante la Edad Media que Giovanni Boccaccio narra en El
Decamerón. Quizás sea oportuno también evocar algunos relatos bíblicos
como los del Árbol de la Ciencia, el del Becerro de Oro o, incluso el del Dragón
en Jeremías, esos mitos que explican gráficamente las atracciones que siguen
ejerciendo la acumulación desigual de bienes, de conocimientos y de poderes
sintetizadas en las tentaciones a las que Jesús de Nazaret fue sometido en el desierto,
y que están tan bien relatadas en los Evangelios. De manera gráfica, estos
símbolos nos previenen de los riesgos que corremos cuando el orgullo, la
avaricia y, sobre todo, el ansia de poder se absolutizan y, por lo tanto, se
convierten en religiones dotadas de dogmas, de sacerdotes, de jerarquías y de ritos.
En mi opinión, también sería oportuno
recordar cómo el fin de aquella época de “gloria ateniense” lo causó una peste
devastadora en la que, tras la muerte de Pericles -el impulsor de una
civilización que se hizo universal- Atenas
fue gobernada por una sucesión de políticos débiles e incompetentes. No estaría
mal que tuviéramos en cuenta las causas de la caída del Imperio Romano, a la
que siguió un período de declive, de pérdida de autoridad y de división de sus
instituciones políticas, sociales y culturales.
Como mínimo deberíamos reconocer que
ninguno de nosotros, ni ninguna de nuestras instituciones, ni ninguna de
nuestras teorías son suficientes para resolver estos graves problemas ni sirven
para arreglar este complejo mundo. No tenemos más remedio que, tras reconocer
nuestra ignorancia y nuestra debilidad, escuchar con atención a los otros,
ofrecerles ayuda y pedirles consejo. Todos necesitamos de todos. ¡Qué elocuente
sería, en estos momentos, una foto en la que todos los líderes políticos -los
del gobierno y los de la oposición- estuvieran reunidos en la entrada de la
Moncloa! ¿De verdad que alguien cree que posee toda la ciencia, toda la técnica
y todo el poder porque, tras haber comido de algún árbol, ya es
como Dios?
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura
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