Uno de los
principios que orientan las actividades del Club de Letras es que el alimento
de la escritura es la lectura: la lectura crítica de la vida y la lectura
crítica de los textos. Por eso empleamos el nombre de “lectura vampiresa”, una
noción que los teóricos denominan “intertextualidad”, un procedimiento antiguo
en la literatura y en los demás artes.
En todas las
creaciones humanas encontramos huellas de obras anteriores, y por eso los
críticos artísticos se refieren a los rasgos de estilo, de época, de escuela o
de generación. De la misma manera que los autores clásicos se saben inmersos en
el fluir de la Historia, Antonio Díaz González se siente continuador de la obra
literaria de Fernando Quiñones, un autor que pretendió librarse él y librar a
los lectores de las angustias generadas por la vida real o por la vida soñada,
y que se alzó contra los tópicos, de la mediocridad y de las corrientes
literarias que empobrecían la lírica española.
Las obras de
Antonio son expresiones directas de su voluntad irrenunciable de vivir de una
manera libre, consciente e intensa, y, en resumen, de una forma humana. Su
vitalidad nace del fondo de sus entrañas y se clava en la intimidad de nuestras
conciencias. Su voz alumbra los recovecos de los objetos y de los episodios que
él nos cuenta.
Antonio vive
la poesía como una senda directa para penetrar en el fondo de sus emociones,
como una sonda para captar las resonancias sentimentales y para sintonizar con
los ecos íntimos de las “entrañas humanas” de todos los seres creados.
Fíjense cómo
sus textos poseen intensidad sensorial, sensual y corporal, y cómo, además de
leerlos, tenemos que escucharlos y sentirlos porque poseen cuerpo dotados de
colores y de una consistente densidad material que podemos palpar.
Pero es que,
además, son amables llamadas a la amistad, a la conversación, a la comunicación
de experiencias vitales. Y, todos ellos son invitaciones a la celebración, a la
diversión y, a veces, a la juerga. En mi opinión, la razón de la intensa
atracción que ejercen sus pinturas de los espacios, sus dibujos de los perfiles
humanos de los personajes, y sus relatos de las peripecias de los episodios en
ellos narrados radica en la feliz convergencia de la variedad de recursos
expresivos. En su manera amable de obligarnos a hacernos preguntas, a dudar
entre las diferentes respuestas y, sobre todo, a buscar, en nuestros recuerdos,
unas experiencias análogas a las que viven los diferentes personajes.
En el fondo
de las obras de Antoñín identificamos los rasgos que dibujan su concepción de
la existencia humana: del tiempo, de los espacios, de los trabajos, del ocio,
de la familia, del amor y de la amistad.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
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