Pensar
y amar
A pesar de que todos tenemos abundantes
y valiosos pensamientos sobre el amor, si examinamos nuestras experiencias,
llegamos a la conclusión de que es fácil y es frecuente equivocarnos y, con la
mejor intención, engañarnos a nosotros mismos. Quizás por eso los romanos
representaron a Cupido, el dios del deseo amoroso, como un niño con alas,
desnudo y con los ojos vendados. Efectivamente en el amor, por muchos años que
cumplamos, siempre seguimos siendo unos niños que, a veces, somos incapaces de
ver la realidad tal cual es.
De la misma manera que aceptamos que
nuestros amores no siempre son razonados, deberíamos reconocer también que
nuestras ideas –nuestras razones- a veces están generadas por impulsos afectivos
y, por lo tanto, por intereses no siempre bien razonados. De manera consciente
o inconsciente las personas, los comportamientos y los objetos que forman partes
de nuestras vidas cotidianas nos afectan positiva o negativamente y, en consecuencia,
orientan nuestras actitudes y estimulan las reacciones que adoptamos ante los
hechos que presenciamos y ante las informaciones que procesamos. Si analizamos
detenidamente nuestras reacciones, llegamos a la conclusión de que, al menos en
cierta medida, mezclamos nuestros afectos, nuestros deseos y nuestros temores
con las ideas, con las reflexiones y con los argumentos.
A veces nos resulta difícil aceptar que
nuestras ideas, sobre todo las políticas, las religiosas y las sociales
responden a nuestras experiencias, a los afectos que nos relacionan con los
demás, con nosotros mismos y con el mundo. Creo que no exagero cuando afirmo
que nuestras ideologías poseen unos contenidos más emotivos que racionales. La
“racionalización” es un proceso posterior, más o menos acertado, para justificar
nuestras opciones y para tranquilizar nuestras conciencias. Por eso, en mi
opinión, es saludable que indaguemos y cuestionemos las reacciones afectivas
que nos provocan las ideas y las palabras de los demás, con el fin de descubrir
en qué medida las aceptamos o las rechazamos más que por sus valores reales,
por los prejuicios alimentados por nuestros intereses personales, por quiénes y
por cómo somos. Y es que, a veces, nuestras convicciones más profundas están determinadas
por nuestros espejismos ventajosos y por la conveniencia o por la necesidad de
engañarnos y de dejarnos engañar.
José Antonio Hernández
Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura
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