El teólogo listillo y el buen
samaritano
Domingo 15º. Tiempo ordinario.
Ciclo C
El domingo pasado, el envío de los setenta y dos discípulos nos hacía pensar en los miles de personas anónimas que difunden el evangelio en todas partes del mundo. Este domingo, la parábola del buen samaritano nos recuerda a tantísima gente que ha puesto en práctica su enseñanza.
¿Cuántas normas hay que cumplir para salvarse?
Hace años se hizo famoso un libro escrito por el jesuita Jorge
Loring, Para salvarte, primera
obra en lengua española que alcanzó un millón de ejemplares en vida de
su autor. Todo empezó con unos breves apuntes para sus catequesis, pero terminaron
convirtiéndose en un enorme volumen de 1084 páginas. Ante tal cúmulo de
páginas, el lector puede sentirse como el antiguo israelita, retratado en el
Deuteronomio, que considera imposible conocer la voluntad de Dios; o como el legista
del evangelio que le pregunta a Jesús qué debe hacer para conseguir la vida
eterna.
La respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar el Atlántico para saber lo que Dios quiere de nosotros. Lo que Dios quiere del israelita está escrito “en el código de esta ley”, que se limita a los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de estudiar mucho sino de convertirse con todo el corazón y toda el alma, y de poner en práctica lo que allí se dice.
Moisés habló al pueblo, diciendo:
‒ Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?” Ni está más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Pero al Deuteronomio le ocurrió algo parecido al Para salvarte. Aunque el texto era intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la interpretación de sus normas fue creciendo de forma incontrolable. En tiempos de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248 preceptos) capaces de volver loco a cualquier persona.
Los intentos de sintetizar
Ante
este cúmulo de mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de sintetizar, de
saber qué era lo más importante. A propósito de los famosos rabinos Shammay y
Hillel, que vivieron pocos años antes de Jesús, se cuenta la siguiente
anécdota. Una vez llegó un pagano a Shammay, famoso por su intolerancia, y le
dijo: “Me haré prosélito con la condición de que me enseñes toda la Torá mientras
aguanto a pata coja”. Él, que era sastre, lo echó, amenazándolo con una vara de
medir que tenía en la mano. Entonces fue a Hillel, famoso por su tolerancia, que
le respondió: “Lo que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto
consiste toda la Ley, lo demás es interpretación”. También del Rabí Aquiba (+
hacia 135 d.C.) se recuerda un esfuerzo parecido de sintetizar toda la Ley en
una sola frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un gran principio
general en la Torá”.
En los evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una respuesta breve y drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra el evangelio de Mateo el Sermón del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). El tema reaparece en el episodio de hoy, cuando le preguntan a Jesús cuál es el mandamiento principal.
El teólogo malintencionado de Lucas
El protagonista del relato de Lucas no
viene con buena intención, pretende poner en un aprieto a Jesús; y no plantea
una cuestión teórica (“¿cuál es el mandamiento principal?”) sino muy personal:
“¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.
Jesús no cae en la trampa. En vez de
responder, pregunta: “¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Y el legista se ve obligado a reconocer
que sabe perfectamente lo que debe hacer: amar a Dios y al prójimo. Jesús, con
cierta ironía, le indica que su problema no consiste en saber lo que tiene que
hacer, sino en hacerlo.
Aquí podría haber terminado todo. Pero el legista, que tiene la sensación de haber quedado en ridículo, para justificarse plantea una cuestión filosófico-teológica: “¿Y quién es mi prójimo?” Afortunadamente, Jesús no era alemán. No le da una conferencia de Antropología ni le escribe un Manual de quinientas páginas para aclarar esa intrincada cuestión. Se limita a contar una parábola.
‒ Un hombre bajaba de
Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo
molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.
Por
casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un
rodeo y pasó de largo.
Lo
mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y
pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde
estaba él y, al verlo,
le
dio lástima,
se
le acercó,
le
vendó las heridas,
echándoles
aceite y vino,
y,
montándolo en su propia cabalgadura,
lo
llevó a una posada
y
lo cuidó.
Al
día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
‒ Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.
La parábola ofrece dos modelos de conducta: la del
sacerdote y del levita, que ante el pobre hombre asaltado y malherido por los
bandidos dan un rodeo y pasan de larg; y la del samaritano que siente lástima,
se acerca, echa aceite y vino en las heridas, las venda, lo monta en su
cabalgadura, lo lleva a una posada, lo cuida y paga su estancia. Son siete
acciones, basadas todas ellas en el sentimiento inicial de lástima.
Al legista podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no le da tiempo a protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer que lo importante es comportarse como prójimo.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó
como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?
Él contestó: El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús: Anda, haz tú lo mismo.
Lo importante no es discutir sino actuar.
La mala idea de la parábola
A muchos les
gustaría limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos con buen
sabor de boca. Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta en este
caso muy hiriente. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con
toda la intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.
El sacerdote y el levita, los
personajes especialmente consagrados a Dios, hacen exactamente lo mismo: dan un
rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de este modo? ¿Porque son malos y
egoístas? No. Porque si el herido no está herido, sino muerto, basta tocarlo
para quedar impuro.
La ley es tajante: “El sacerdote no se
contaminará con el cadáver de un pariente, a no ser de pariente próximo: madre,
padre, hijo, hija, hermano o de su propia hermana soltera, no dada en
matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si no pueden contaminarse con
un pariente, mucho menos con un desconocido al borde del camino.
Y lo que se deduce es trágico: es la
ley de Dios la que impide practicar la misericordia y comportarse como prójimo
del herido.
Lucas podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un samaritano. El personaje más odioso y despreciable para un judío, miembro de un pueblo que, según el libro de los Reyes, “no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos y preceptos”. Irónicamente, un representante de este pueblo que no venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es quien actúa con misericordia y se comporta como prójimo.
Reflexión actual
Sin caer en la crítica injusta a obispos, sacerdotes, religiosos
y religiosas, la parábola nos hace pensar en tantos samaritanos agnósticos,
ateos, homosexuales, lesbianas, etc., que se entregan plenamente a personas
necesitadas. «Anda, haz tú lo mismo».
Padre José Luis Sicre Díaz, S.J.
Doctor en Sagrada Escritura por el
Pontificio Instituto Bíblico de Roma
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