En
el Alcalá de mi niñez había un símbolo muy útil para todos los alcalaínos, el
reloj de la Alameda de la Cruz. Los niños dirigíamos nuestra vista cada mañana
a la esfera del reloj, para llegar a tiempo a la Escuela de don Manuel
Marchante. Por la tarde, mirábamos al reloj, para ir a merendar y hacer la
tarea. Por la noche, el reloj nos decía cuándo nos teníamos que recoger. Yo lo
veía desde mi casa de la calle “La Amiga”
La
torreta que sostenía el reloj se divisaba de lejos. Era un soporte de hierro
que mantenía una esfera protegida por cristales. Cuando los hombres bajaban con
el borriquillo camino del campo, echaban un vistazo al reloj y se detenían en
el bar de Vicente Jiménez, en el Casino o en los Cazadores para tomar café y la
copa de anís. Después miraban al borriquillo y le decían: “Vámonos que el
tiempo vuela.” Y se iban tranquilos a hacer las tareas agrícolas de la huerta,
del rancho o del campito.
Eso
de que el tiempo vuela se me quedó grabado para siempre en mi mente de niño.
Después lo he visto en el paseo marítimo de la playa de “La Puntilla” de El
Puerto de Santa María. Allí hay un monolito dedicado al tiempo con un reloj de
sol y cuatro frases en latín, una en cada cara: “El tiempo huye/ El futuro es incierto/ Las obras permanecen /Goza del
tiempo presente.”
Los
humanos pensamos que el tiempo se nos va, que los días vuelan, que las semanas huyen,
que los meses desaparecen, que los años nos llevan al vacío. Apenas tenemos el
tiempo suficiente para recordar y pasar páginas. Sin embargo, el misterio del
tiempo nos envuelve sin remedio. No sabemos con certeza lo que es. Parece como
si estuviéramos escribiendo una novela que nadie puede escribir por nosotros.
¿Es
infinito el tiempo? ¿Dónde están su principio y su fin? El movimiento del sol
es el que permite dividir el tiempo en días, en semanas, en meses, en
estaciones, en años…Cuando un día nos llamen, tendremos que acudir
puntualmente. Dice Hermann Hesse que el racionalista cree que la tierra se nos
ha dado para que la explotemos. Su enemigo más temido es la muerte, la idea de
lo perecedero de su vida y de su hacer. Evita pensar en ella y, cuando no puede
rehuir la idea, se refugia en la actividad y sitúa frente a la muerte un
redoblado afán: afán de bienes materiales, de conocimientos, de leyes, de
dominio racional del mundo.
Para
muchos, la fe en la inmortalidad es su
fe en el progreso y se cree liberado de una desaparición completa. Morimos
condenadamente despacio y por partes: cada muela, cada músculo y cada hueso se
despiden aparte como si uno se hubiera llevado bien con ellos. Más que el miedo
a la muerte, tenemos miedo al vacío, a la nada. Los cristianos esperan otra
vida.
JUAN LEIVA
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