ALCALÁ DE LOS GAZULES
Por José M. Paredes Grosso
…sobre un monte triangular y agudo aparece
la más hermosa visión de un pueblecito que
imaginarse pueda”
IMAGINAD una carretera que se desliza
entre campiñas amables decoradas con toros negros y vacas pías, florecida de
blancas cortijadas hilvanadas por el verde gris de las pitas y de las
chumberas. Figuraos todo esto bajo un cielo azul resplandeciente y con esa luz
dorada que es como un cendal que lo envuelve todo y parece que casi se puede
tocar. La carretera corre festiva su cantarina carrera, sorteando aquí un
otero, salvando acá un arroyuelo lleno de flores y vacío de agua. La campiña
está ceñida por serranías no muy lejanas, donde recortan su airosa silueta las
negras torres de un castillo derruido.
A medida que la carretera avanza la
idílica pradera donde retozan los becerros y galopan blancos potros se va
tornando menos amable, más arisca y más hermosa todavía. El camino, que hasta
aquí avanzaba despreocupado y sonriente, ahora tiene buen cuidado de ir
evitando cerros con el ceño fruncido de alcornoques; se ve obligado a
enroscarse en una pina ladera, sobre un barranco espeso de arboleda; se prende
ansiosamente a la falda de la montaña, mirando con vértigo al despeñadero, y,
por fin, sale a un terreno más seguro y se desliza cansado entre farallones de
piedra y quebrantosos alcores, donde el color de las rocas conjura
perfectamente con el de la tierra y el verde opaco de los chaparros.
El camino, agotado por este penoso
zigzagueo, se detiene de pronto: enmarcado por dos soberbios peñascales que
forman una estrecha bambalina vertical, sobre un monte triangular y agudo,
aparece la más hermosa visión de un pueblecito que imaginarse pueda. Es una
perspectiva impresionista, de casitas compuestas poéticamente unas contra
otras, distintas y semejantes; con un mágico juego de matices que van desde el
blanco de plata al azul tenue. En casi todas partes sucede que donde hay luz
también hay sombra; en esta visión panorámica de Alcalá nos atreveríamos a
afirmar que la luz y la sombra han sido sustituidas por colores, tonos y
transparencias sin igual. Si da el sol en un plano encalado de una casa, ésta
resplandece con destellos de oro. En cambio, la casa de al lado no está en
sombra, por más que no reciba la luz directamente: también resplandece con un
brillo suavemente añil en su fachada. Nadie podía soñar hasta ver a Alcalá de
los Gazules desde este punto del camino las muchísimas clases de color blanco
que existen.
Rematando esta sinfonía de variaciones
sobre el blanco, están los restos del castillo y la iglesia de San Jorge. Si
desde el punto en que estábamos en el camino volamos hasta lo alto de la villa
nos veremos en una placita de bellas proporciones, donde la parroquia tiende
todavía sus protectoras cadenas para asilo de los delincuentes. Inmediato está
el edificio del antiguo Ayuntamiento, con un arco de medio punto en su centro,
que da salida a la plaza. Llama la atención ver que suspendida en el hueco del
arco hay una plataforma con un pequeño altar y la inscripción: “Sanctus,
Sanctus, Sanctus.”
Atravesando verticalmente el pueblo, a
guisa de estocada, llegaremos a la playa, que contra lo que pueda creerse no
tiene ni mar, ni río, ni charca siquiera.
La playa, ágora y mentidero, entrada y
estación, parada y fonda, es el único paseo llano en el pueblo, donde se toma
café y se recibe el correo de cada día. Aquí está el cine, que ha suplantado en
su misión a la antigua placita de toros.
Como último vestigio de Alcalá de los
Gazules, bienvenida al que llega y agradable despedida al que se marcha,
discreto y recatado del camino común nos aguarda el santuario de la Virgen de
los Santos. La Patrona de Alcalá no es solamente esto, que ya es mucho. Para
todo alcalareño legítimo es además o simplemente “la Señora”. Este tratamiento,
expresión del vasallaje espontáneo que vincula al pueblo a su patrona, tiene
una más amplia y muy consecuente trascendencia. La Señora ha recibido de sus
fieles durante los largos años de su patronazgo extensas tierras de pasto y campiña,
rebaños de ganados y espléndidos olivares. No hay duda de que es hermosa la
costumbre de ofrecer flores a la Virgen. Pero no pasa de ser una costumbre. Lo
que no es nada frecuente, y, por lo tanto, no es costumbre, salvo en este
pueblo de rumbo, caballeroso y cristiano, es regalarle bosques enteros con
arroyos y umbrías, campiñas donde brotan lirios y amapolas y olivos que marquen
su tresbolillo de plata sobre el pardo suelo.
J.M.P.G.
NOTA.-
Este artículo fue publicado por don José
Manuel Paredes Grosso en ABC el día 14 de febrero de 1963.
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