De
pequeño, a mí me gustaba ir al Picacho. Los jueves no había clase por la tarde,
era un descanso a mitad de semana. Después lo cambiaron a la tarde del sábado.
Mi padre cogía a tres o cuatro hijos pequeños y nos llevaba a dar un paseo por
el campo, para descargar la casa de los trece hijos. Con frecuencia cogíamos el
camino de Patrite, tomábamos la carretera de Jimena y llegábamos hasta la
entrada del Picacho. Era una delicia adentrarnos en los bosques de los
Alcornocales y pararnos en las llanuras a jugar.
Desde
allí veíamos el pico del Picacho, el que le da nombre a las estribaciones de la
sierra. Más arriba, había una laguna llena de flores de colores, pero mi padre
no nos dejaba llegar hasta allí. A lo lejos, en las alturas, estaba La Pilita
de la Reina. Yo soñaba con llegar allí. Quería realizar dos aventuras: subir al
pico del Picacho y llegar hasta la Pilita de la Reina. Los niños de Alcalá
llevábamos en el alma la sierra, como los de la bahía llevan el mar. El Picacho
era el símbolo de nuestros sueños de aventuras.
A
la vuelta, los molinos del camino de Patrite funcionaban a tope. En los años
40, había en Alcalá dieciocho molinos harineros y otros pocos aceiteros. Eran
dos productos fundamentales para la vida. En las puertas de los molinos, había
reatas de mulos, que llevaban el trigo y volvían empolvados con sacas de
harina. Las familias más modestas comían gazpacho caliente y, para desayunar y
merendar, pan con aceite y azúcar. Las plantas silvestres comestibles, como los
espárragos, los cardos, las tagarninas y las frutas resolvían la cena.
Cuando
se iba el sol camino del mar, para ocultarse tras el bamboleo de las aguas
marinas, las sombras ocupaban la blancura de las casas de Alcalá y la torre se
ocultaba tras la atalaya de la Coracha. Mientras, la noche se metía por las
rendijas de las ventanas. ¡Qué derroche de misterios recorrían las bajadas, las
subidas y los recovecos de mi Alcalá!
Hace
tres años, cuando ya de mayor volví a saborear Alcalá, nos íbamos los sábados a
hacer senderismo por los caminos de mi infancia. El último sábado de octubre de
2012, quise cumplir mi sueño de niño y nos fuimos camino de Patrite para ir al
Picacho. El día otoñal invitaba a correr la aventura y fuimos entusiasmados.
Sólo tuve un descuido, se me olvidó precaver que, precisamente en esos días,
cumplía la edad de las personas mayores, los ochenta.
Cuando
habíamos ascendido unos quinientos metros, la humedad me sorprendió con un
resbalón impresionante y fui a dar de bruces con una roca formidable. Intenté
levantarme, pero no me respondían ni los brazos ni las piernas. Mi mujer
tampoco podía conmigo. Afortunadamente, unos senderistas de Chiclana que hacían
la ruta, al cerciorarse de lo que pasaba, con una agilidad de auténticos
expertos, pidieron auxilios con los móviles y, en unos minutos, el lugar se vio
concurrido por un helicóptero, un equipo de bomberos y una ambulancia.
El
helicóptero no podía bajar impedido por la exuberante naturaleza que me
rodeaba. Y yo pensaba que, tal vez, sin los senderistas, me podría haber
convertido en un vegetal como toda aquella formidable naturaleza de los
Alcornocales. Pero los senderistas me
sacaron a pulso en una camilla y me bajaron a la carretera donde una ambulancia
esperaba para trasladarme a Cádiz. El tiempo que emplearon en realizar el
auxilio me dediqué a reflexionar. Miraba mi cuerpo, mis piernas y mis brazos y
consideraba que los humanos llegamos al mundo con un amigo inseparable que nos
acompaña toda la vida. Es el soporte de nuestra personalidad, el cuerpo. Lo
miraba con ternura, con agradecimiento y le pedía perdón por la poca atención
que le había prestado.
Ese
soporte es una virguería, una auténtica obra de arte. Los imagineros, los
escultores y los médicos no acaban de sorprenderse ante la irrepetible
estructura humana. Un niño llega a la vida con 300 huesos perfectamente
organizados en el seno de la madre para realizar misiones impresionantes. Se
reparten por todo el cuerpo y se distribuyen por la cabeza, por el tronco y por
las extremidades. A su vez están organizados por niveles jerarquizados, compuestos de
aparatos y de órganos, formados de tejidos y conformados por células compuestas
de moléculas.
Ese
cuerpecillo posee cincuenta millones de células agrupadas, las cuales organizan
aparatos y sistemas locomotores, musculares, óseos, respiratorios, digestivos,
excretores, circulatorios, endocrino, nerviosos, reproductores… ¡Qué maravilla! Sus
constituyentes son hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno. Se unen entre sí
para formar moléculas, como líquidas perlas de agua y de sangre; orgánicas,
como los glúcidos, los lípidos y las proteínas. Todo eso convierte al ser
humano en una extraordinaria máquina pletórica de vida.
Ahora,
después de casi tres años, con mi soporte rehabilitándose, poniendo orden en
mis baños y paseos, voy dando agilidad a los miembros, miro con inmenso
agradecimiento a mi soporte y agradezco a aquellos senderistas con toda el alma
que me hayan devuelto a la vida. Sus primeros auxilios fueron de oro, y su
actuación en primeros auxilios de platino. Y cada día doy gracias a Dios y a la
Virgen de los Santos, por haberme permitido continuar aquí y valerme por mí
mismo. ¡Gracias, gracias, muchas gracias a todos los que me ayudaron a no
convertirme en vegetal!
Juan Leiva
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