Nuestra
Semana Santa -una manifestación popular en la que participan activamente ciudadanos
de diferentes edades, de distintos niveles culturales e, incluso, de diversas
convicciones ideológicas- es menospreciada por algunas élites políticas,
sociales e, incluso, religiosas: algunos políticos la califican de mera superstición,
ciertos agentes sociales la interpretan como simples expresiones folklóricas y
no faltan sacerdotes que la valoran como elementales devociones locales
alejadas de la liturgia y, a veces, como opuestas al espíritu de recogimiento
que debe imperar en las celebraciones eclesiales.
En mi opinión, nuestra
Semana Santa posee, al menos, dos valores humanos: En primer lugar, son
portadores de valores humanos importantes en nuestra cultura decisivos para
lograr la felicidad individual e imprescindibles en la conservación del
bienestar familiar y social como, por ejemplo, la paciencia, la humildad, el
perdón, la misericordia, la paz, el amor, la compasión, la esperanza, el
silencio, la palabra, la caridad o la gracia.
En
segundo lugar, son el resultado de la inspiración, del ingenio y de las habilidades
de nuestros artistas y de las destrezas de nuestros artesanos. La amplia gama
de la imaginería, de bordados, de ornamentos, de orfebrería -faroles, ciriales,
candelabros, ánforas, o la sobriedad de las marchas fúnebres, la hondura de las
saetas, la agudeza del toque de clarines e, incluso, el rotundo sonido de los tambores,
las luces, los colores, los sonidos, las melodías, los ritmos y los silencios
transmiten unas sensaciones que se asocian a los sentimientos y éstos conectan
con los pensamientos que orientan y estimulan nuestros comportamientos: configuran
diferentes modelos de vida y distintas concepciones del bienestar y de la
felicidad. Es sabido que las sensaciones, las emociones y las ideas influyen en
las actitudes y en las conductas personales y sociales.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la
Literatura
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