jueves, 27 de noviembre de 2008

DESDE ALCALÁ HASTA HAWAI - 2ª PARTE

Prototipo de familia que emigró a Hawai
(Siento no poder poner fotografías familiares por haberse perdido en una mudanza o haber caído en el horno de hacer el pan…que todo es posible).
Según los documentos, el 24 de Febrero de 1911, la familia Soto partió desde Gibraltar para Hawai, aunque su destino final era Honolulu (su capital) para trabajar en la plantación y recogida de caña de azúcar. Después de un recorrido de cerca de un mes, según figura en los papeles y en el acta de embarque, atravesando el Océano Atlántico a salir al Pacífico, atravesando el estrecho de Magallanes llegaron a Hawai el día 13 de Abril del mismo año.
Más tarde, cuando ya estábamos familiarizados con el tema en la medida que la memoria iba amaneciendo en cada uno de los familiares, mi tía abuela Juliana, que estuvo allí desde los seis a los nueve años, se fue haciendo un poco cómplice de su imaginación y de sus fantasías silenciosas y contaba ya en su madurez de anciana algecireña historias que unas veces eran verdad y otras frutos de alguna invención singular que solo duraba el tiempo del relato.
Nos hablaba de que atravesaron todo América desde Nueva York. Isla de Elis. Las peripecias que tuvieron que pasar cuando tuvieron que someterse a la cuarentena. Contaba que desnudaron a su madre y a toda la chiquillería y los metieron en una sala muy grande para fumigarlos y despiojarlos, como se hace con los animales, los lavaban, le cortaban el pelo y les hacían cambiarse de ropa. A los hombres les hacían la misma operación en otro salón aparte. El sueño americano no empezaba en una bañera de agua caliente. Esto que mi tía Juliana contaba no se pudo ajustar a la realidad porque ellos jamás tocaron el puerto de Nueva York como se demuestra en los papeles, pero la imaginación hace a veces que nos volquemos en historias y algún familiar mío dice haber visto entre las miles de tablillas que figuran en la isla de Elis el nombre de la familia Soto. No lo dudo, pero Soto somos muchos y puede que una rama de ellos entrara en América por Nueva York, pero mi familia, según la documentación, no tuvo ese privilegio.
Después de tantos días de navegación, las fibras, músculos y nervios de sus cuerpos les parecieron distintos. No he podido comprobar lo que mi tío Miguel me contaba en su residencia de ancianos, que mi abuela se dedicaba a lavar la ropa de la tripulación y a todos los que querían, a fin de sacarse unos céntimos. Puede que esto sea así, porque también mi abuela me insinuó algo una vez de cuando estuvo de lavandera en el barco, pero ni una cosa ni otra la podría poner como cierta, entre otras cosas porque mi tío Miguel iba mentalmente por libre sin perder la chaveta en ningún momento pero cuando murió le encontraron en el armario de la residencia todo un economato gastronómico, porque según la Dirección de la residencia tenia la manía de que allí lo iban a envenenar.
José Soto, que era un poco renco de la pierna izquierda, aunque su cojera no le impedía realizar la mayoría de las actividades laborales, cuando pudo poner los pies en tierra tuvo la impresión de que todo le flotaba en contra de su cuerpo y todo le producía vértigo y mareo y allí se quedó, quieto, volviendo la cabeza hacia el horizonte perdido por donde poder, si no divisar si al menos sentir el olor de su pueblo, mientras el cuerpo se le fue quedando lívido buscando en el aire la escritura juguetona del corretear de sus hijos y el sueño lejano de su esposa recorriendo las callejas de un pueblo donde el hambre desde la distancia ignota le parecía más real que el sorprendente y maravilloso mundo que se le ofrecía ante su vista.
Entre las cosas mas preciadas, María llevaba una fotografía de su madre que fue en un principio el único vínculo que le uniría a la familia española. Tenían prohibido llevar animales u otros objetos que no fueran los estrictamente necesarios.
Me viene a la memoria la historia que cuenta el capitán James Kook, el descubridor oficial de las islas Hawai, y digo oficial porque estas fueron descubiertas por los españoles muchos años antes de que los ingleses se plantaran allí, para recoger “plantones del árbol del pan” emulando la maravillosa película de “Rebelión a bordo”, mientras los españoles utilizaron sus bahías y sus ensenadas de agua tranquilas para resguardar sus galeones de las tormentas y la piratería.
Narra el famoso capitán, en uno de sus viajes a los nuevos dominios de Su Majestad, el grave problema que se le presentó al descubrir en el buque a su mando un jovencísimo grumete que escondía, como si se tratase de un polizón, a un ángel de la guarda, extrañamente corporizado. A las severas preguntas del capitán, el marinerito pudo, con argumentos sobrenaturales, acreditar el origen celeste de su compañero. No obstante confiesa Kook que se vio obligado a desembarcar a la primera ocasión que tuvo, al grumete y al ángel “pues no estando yo versado en cosas teológicas y desconociendo el sexo de los Ángeles, en modo alguno podía consentir que por mi causa infligieran las estrictas, pero necesarias costumbres de Su Majestad”. Omite el capitán Kook que, por si hubiese o no caso, antes de desembarcar “a los muchachos” ordenó le fueran propinados a cada uno una tanda de cincuenta latigazos.
Me han contado historias a trocitos, como esas piezas de tela que tejían las mujeres en los viejos tiempos con sobras de ropa de los talleres de costura y que superpuestas unas sobre otras daban lugar a una pequeña manta a la que llamábamos “cubrepié”.
Así a pequeños trozos perdidos he podido ir hilvanado, pedacito a pedacito, trozos de esta historia, buscando en un sitio y en otro, despacito, como construye la golondrina su nido, hasta formar una pequeña historia que se asemeje más a la realidad de lo que en un principio podría pensar. Los datos han venido a mí como queriendo buscar una mano que les dé forma, pero me queda la tristeza de no tener, aunque las he visto, fotografías de mis bisabuelos en aquel continente.
Sé que cuando desembarcaron fueron alojados en unos barracones de madera en los que disponían de todas las comodidades para la época, que disfrutaban de cocina de leña, salón pequeño y tres habitaciones a modo de dormitorio. En la cocina disfrutaban de todas las comodidades, según he podido averiguar por testimonios sacados de otras personas con las que he podido tener contacto durante este largo periodo de investigación, y que aún permanecen allí, unos en las islas y otros en San Francisco (California.)
Aquello supuso un cambio extraordinario en su vida. La vida fue transcurriendo según se le había comunicado en los papeles y José se fue acostumbrando a ella, donde el trabajo no era precisamente un problema, acostumbrado como estaba a estar como un perro intentando olisquear donde podría utilizar sus manos de operario, como hacía en el pueblo. Llevaba un contrato fijo de tres años y con posibilidades de poder quedarse allí si daba pruebas de ser buen trabajador por el tiempo que quisiera, incluso con la posibilidad de poder disfrutar de un terreno donado por el gobierno de la isla. La vida transcurría placidamente y desde José, Francisco, e incluso María su esposa, trabajaban unos en una cosa y otros en otra. Mi abuela, como no tenía la edad, pasó a trabajar de asistente, para cuidar a un niño de un matrimonio que regentaba un “Drug Store” o tienda donde se expendía de todo. El trabajo con el tiempo llegó a convertirse en una rutina, los niños asistían a la escuela, aunque podríamos decir que Miguel y Juliana solían faltar mucho porque no estaban acostumbrados a la disciplina escolar, puesto que en Alcalá jamás habían pisado un aula.
Un día era el espejo de otro día.
Francisco con la edad propia de los amores, empezó a mantener relaciones con una chica de Málaga que había hecho el viaje en el mismo barco que ellos en compañía de sus padres en busca, como todos de nuevos mundo y nuevas esperanzas. El amor le cambió la vida a Francisco y al mismo tiempo su mundo se fue haciendo más llevadero. Su vida fue tomando sentido e incluso le pidió permiso al padre de ella para poder establecer relaciones con fines formales. Francisco era una persona que sus descendientes lo consideraban como un señor, serio, formal y buen trabajador que era la base fundamental en los tiempos en que nos movemos para que un padre pudiera permitir que una hija pudiera mantener relaciones con un extraño. Mi abuela Petra seguía sirviendo en el mostrador y cuidando del niño y podemos saber el nombre del dueño, porque al parecer fue tanto el cariño que esta familia le tomó a mi abuela y esta a ellos que cuando mi abuela se casó, años después con mi abuelo, le puso el nombre del dueño del local a un hijo suyo, y por eso tenemos nosotros en la familia un James (Jaime en español) que siempre fue un nexo que mi abuela tuvo de la época que pasó en las islas. Allí suponemos que mi abuela aprendió a hablar ingles, porque mi abuela con no haber ido jamás a la escuela era una mujer inteligente y con capacidad para captar las cosas con facilidad. En el campo, ya de vuelta y casada con mi abuelo, no había un recovero que fuera capaz de darle “coba” ni tan siquiera por la venta de un huevo.
La vida fue transcurriendo entre el bienestar del trabajo y del dinero que cobraban mensualmente en dólares de oro, el clima siempre monótono y el estudio de las nubes que de vez en cuando descargaban produciendo un efecto refrescante y grato que hacía que la naturaleza, agraciada por la mano de Dios, sin duda se volviese más paraíso que cualquier lugar de la tierra. Allí no podía distinguir José Soto cuando era invierno o verano, la temperatura era siempre la misma, era como una eterna primavera “calentita” que hacía feliz al que vivía allí. La luna, al llegar la noche se “aconchababa” con las estrellas y le daba al paisaje un tono blanquecino que se podía leer incluso en los claros de los bosques. Miguelito y Juliana estaban más tiempo en el campo y en los juegos que en el colorido aprendizaje de las letras, les atraían más el azul del cielo y el verdor de la naturaleza que el sueño bandolero y sin fondo de las cosas. Por más que su madre se empeñaba, estaban más tiempo en los juegos, que sentados en los bancos de la escuela como aves enjauladas buscando tras los cristales la refracción de la luz.
María y Juana, aún andaban metidas en tetas y biberones. Fue tanto el “escaqueo” que Miguel y Juliana mantenían en la falta de asistencia a la escuela que a punto estuvo Miguel de tener un disgusto, mientras recorrían por entre los campos, escondiéndose entre los tubos gigantes del riego que una de las veces jugando “al que no se haya escondido tiempo ha tenido” se metió en uno de los tubos gruesos con tanto empeño que se quedó incrustado con la cocorota tan grandísima que tenía. Lo tuvieron que sacar a base de tirones y aún de mayor, todavía lucía una corona quemada del roce por la fuerza que tuvieron que hacer para sacarlo del tubo.
Desde aquel día su madre, utilizando su pedagogía particular, lo “adoctrinó” con un par de “alpargatazos” en el trasero y a Miguel se le quitaron las ganas de meterse en los tubos y sobre todo de faltar a la escuela, más por miedo al moratón, que por afición a las letras.
Seguía la vida y Francisco fue formalizando su relación con su novia. Mi bisabuelo José Soto echaba de menos su país, aunque allí lo estaba ganando bien. Francisco empezó a manejar maquinarias, para lo cual parecía que tenía una gran habilidad. Pero para un alcalaíno, Alcalá es el centro del mundo. Nosotros no somos españoles ni gaditanos, somos alcalaínos y si alguna vez hemos necesitado las capitales ha sido para visitar al medico o para buscar trabajo. Al final siempre dejamos el corazón donde lo encontramos, entre las piedras blancas de La Coracha, en el muro de las lamentaciones de nuestro castillo romano y árabe, y junto al descanso de nuestros antepasados que desde el cielo del pueblo arrancan el vuelo hacia los espacios siderales donde revolotean entre las negras y rojas golondrinas.
Por el río Barbate, nuestro río, juguetón y traicionero a veces, podemos llegar al mar, pero en las tardes de levante el mar viene hacia nosotros y nos mete sus “barbas” en el Picacho, como un anciano de mirada húmeda y semblante cansado. Más arriba, mirando a África, "El Pilar de la Reina” que se esconde tras las brumas del otoño esperando de las hogueras del sol recién nacido, el susurro de las colinas o algún movimiento de cualquier alma dormida entre los arroyos.
Posiblemente las alturas de las montañas de Honolulu, le traerían a la familia Soto, nostalgias del Picacho y lágrimas en sus sudorosos ojos o el recuerdo del aire anclado en su alma desde siempre.
“El mar, me llama hacia el verde de los fresnos y hacia los narcisos blancos de las praderas alcalaínas cuando empiezan las primeras lluvias del otoño”.
Las hojas del calendario seguían corriendo, su situación se había estabilizado, su moreno de hambre se había cambiado a un moreno tropical, de descanso en sus días semanales, de sus comidas diarias, su higiene regular y sus charlas familiares diferentes de las de Alcalá, donde la pregunta que siempre rondaba en su cabeza: qué comeríamos mañana.
José Soto era una persona muy observadora y dominaba el tiempo con la precisión de un meteorólogo, conocía las plantas por haberlas utilizado desde siempre, quizás aprendidas de su padre y este del suyo, de tal forma era así que este acontecimiento tuvo un protagonismo singular en su vida.
Se había dado cuenta de que en el campamento donde estaba, formado fundamentalmente por europeos, las cosas seguían un curso regular sin nada que alterase la vida de trabajo, descanso y familia pero que en los casi tres años que llevaba allí no había visto morirse a nadie, cosa que no dejaba de sorprenderle y él acostumbrado como estaba a “cumplir” en cada entierro de su pueblo siempre que el trabajo se lo permitiera o las campanas le dieran el aviso, ya se le estaba olvidando de dar el “pésame” y vino, como a toda persona llena de dudas a metérsele en la cabeza que podría ser que allí se “comieran a los viejos” y él no se hubiese dado cuenta. Al fin y al cabo, algo había oído que en un tiempo entre los nativos se comían unos a otros. Empezó a roerle el gusanillo en la cabeza y le tenía metido el espíritu en un trance donde la mente no anda ni para delante ni para detrás. Al ser un hombre reservado se volvió nostálgico y tan solo oía en su cabeza como un aleteo de Ángeles despistados. El cielo siempre azul se le hizo descolorido y desgarrado como su propia alma, y junto a su desgana y sus miedos, la nostalgia de su tierra y de su gente.
Empezó a escribir cartas a amigos y a personas que él consideraba que podrían ofrecerle trabajo si decidía volver a su país. Tuvo su correspondencia con todo aquel con el que había trabajado anteriormente, pero apenas nadie se tomó la molestia de contestar a un loco que había tenido la osadía de abandonar el pueblo huyendo de las normas caciquiles que eran frecuentes por aquella época en los pueblos. Las cartas tardaban en llegar a su destino, los barcos no salían con la frecuencia deseada y la gran primera guerra que estaba ya empezando era un obstáculo para la navegación.
Esperaba José Soto el “correo” cerca del mar, como un muchacho loco a quien el amor o el simple roce de la brisa le hacia desnudarse en sus lagrimas y correr por los verdes campos para encontrar el consuelo de las palabras. Su vida se fue haciendo más taciturna.
Una de las veces, con el tiempo recibió una carta, que le despertó las esperanzas. En ella decía: “por la vieja amistad y porque UD siempre ha sido un hombre de bien para esta casa, aquí tiene trabajo por si un día decide regresar”.
Aquella carta hizo que de pronto a José se le iluminaran las ilusiones, tanto tiempo apagadas. Incluso acogió con infinita alegría la noticia de que su hijo Francisco tenía intención de contraer matrimonio con Blanca, la chica española que procedente de Málaga (España) había realizado el viaje con sus padres para probar fortuna, como ellos, en el nuevo mundo.
José Soto empezó a plantear su vuelta, pero de nuevo se encontró con los inconvenientes propios de la lejanía, de la familia y del pasaje. En su tiempo de trabajo había ahorrado un dinero, pero no podía esperar un par de años más para terminar su contrato o quedarse allí definitivamente. De nuevo empezó a cavilar y a darle vueltas a su cabeza para solucionar el problema. Si se venía por su cuenta se gastaría parte del dinero ganado con tanto sacrificio, pero su corazón le pedía volver, su esposa no se encontraba muy bien y al parecer siempre, según la carta, al llegar a España, tendría trabajo seguro. Merecía la pena intentarlo. Por aquellos días Francisco se había casado, tenía su mujer y las cosas le iban muy bien. Estaba encargado de la maquinaria y tenía un puesto que le daba para vivir holgadamente y con perspectivas de poder seguir promocionándose dentro de la empresa. Era una persona tremendamente mañosa, y con los cacharros que recogía sobrante de las maquinas, elaboró para su casa un termo de agua caliente. El agua pasaba a través de un serpentín por la cocina económica y por la presión de la altura llegaba hasta la ducha. Allí controlaba el agua con otro recipiente de agua fría en el que hacía la mezcla para no despellejarse el cuerpo por el calor del agua.
Más de uno, me contaba mi tía abuela Juliana, lo imitaron o pidieron ayuda a Francisco para hacerse su termo de agua caliente. Y así me lo han contado también mis parientes americanos cuando tuve ocasión de conectar con ellos. Francisco se había olvidado de España, allí había encontrado la felicidad, el trabajo, una nueva vida. Atrás, muy atrás quedó la miseria, la humillación y el sin vivir de una vida incierta, por otra parte, aunque ya le importaba poco, el haber evitado ir a la mili le traía ya sin cuidado. Su patria ya iba teniendo otro nombre y otro apellido “LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA”. España solo estaba ya en su recuerdo. Para Francisco América suponía la tranquilidad donde el tiempo, como la miseria, se había detenido.
Cuando José Soto, decidió dar el paso, es decir, volver a España, porque estaba convencido que su vida cambiaria después de haber estado en Honolulu y con la promesa de tener trabajo cuando volviera, su estado de ánimo fue cambiando, aunque sabía que lo que realmente le hizo llegar hasta allí se iba a quedar allí, y allí se quedaría sin tener jamás la posibilidad de poder volverlo a ver. Era su hijo Francisco. No lo volvería a ver más y sabe Dios si el azar le presentaría otra oportunidad en la vida.
Acostumbrado al campo, a buscarse la vida en él, conocía las plantas como un botánico experto, ya que la mayoría de las veces sus curaciones y las de su familia procedían de plantas que él conocía y que para ellos eran el único recurso del que disponían para mantener la salud.
La hierba luisa, la manzanilla, la hierbabuena. El eucalipto, las pipas de calabaza, el pepino en aguardiente, el sanalotodo, la hiel de lagarto, así como plantas que hacían daño a las personas y a los animales. En su experiencia sabía que si una bestia, fuera del tipo que fuera, comía hierba manchada con la sangre de la menstruación de una eriza, el animal se volvía loco y terminaba la mayoría de las veces despeñándose por algún precipicio o destrozándose entre los alambres como fruto de la locura.
Sabía también que cierto tipo de plantas hacían “malear” a algunos animales causando en los rebaños un daño irreparable, que cuando una bestia cogía sanguijuelas lo mejor para que se le cayeran era cambiarle el tipo de agua, que cuando a una vaca se le daba un puntazo con el filo de la reja del arado, lo mejor para evitar la cojera era amarrarle las cerdas de la cola a la mancera, que el aceite de haber frito a una serpiente servía para calmar los dolores... y así uno y mil trucos para poder subsistir en las mejores condiciones de vida de aquella época en España.
Anduvo “cavilando” la forma de poder salir del trabajo sin causarse ningún perjuicio económico ya que aún le quedaba tiempo de contrato y tendría que coger un barco cuanto antes pues la situación mundial se estaba complicando y no estaba para muchas pérdidas de tiempo. Consultó con María, su esposa, que como todas las esposas de la época tenían una obediencia ciega a su marido.
La pobre de María se deshizo en lágrimas, como se deshace el vuelo de un pájaro en la noche. El destino estaba de nuevo dispuesto a cambiarle la vida, pero esta vez de forma más cruel. Atrás quedaría parte de su familia. Francisco no volvería, había decidido quedarse allí como solución a sus males en España y porque su mujer no estaba dispuesta a separarse de sus padres. Su hija Petra que acababa de cumplir los quince años tampoco estaba por la labor de venirse a vivir de nuevo a España a pasar las penalidades de antaño. Su padre se negó a que ella se quedara y mi abuela tuvo el disgusto de tener que obedecer a su padre por ser menor de edad. María que era una mujer muy preocupada por su familia y de una extrema sensibilidad sabía que nunca mas llegaría a contemplar los esplendorosos amaneceres de la isla; que estaba a punto de despertarse de un sueño que tal vez nunca lo fue y que el sol de los ojos de su hijo Francisco estaba a punto de ocultarse entre las calladas y sufridas lágrimas.
Desde aquel día dejó de regar los crisantemos del parterre del jardín que tenía en la puerta de su casa y que con tanto mimo había plantado al poco tiempo de habitar la casa. Su alma se fue olvidando del olor del mar y de nuevo fueron aflorando en ella los recuerdos tristes de su tierra allá en España.
Por más que lo intentó no pudo convencer a su marido que España ya no era su patria, que ·la oveja no es de donde nace sino de donde pace, pero su marido sólo tenia pensamientos para el regreso. Del miedo salen las tormentas y José ya estaba decidido. Su sueño se había apagado y en su pecho no se dibujaba nada más que el árbol donde anidaban los gorriones en primavera y parte del verano. El mismo árbol que a veces en las tardes de estío lo cubría con una suave camisa de colores.
Sus palabras ya no dejaban ilusión para el futuro y se puso a idear la forma de salir de allí de una forma beneficiosa.
Pronto tuvo la ocasión de poner en práctica su plan. No estaba la medicina muy avanzada por aquel entonces y José, versado en hierbas y ungüentos empezó a idear algo para engañar a aquellos mediquillos del dispensario, donde solía acudir de vez en cuando por motivo de algún problemilla con los hijos pequeños que consistía fundamentalmente en algún coscorrón de Miguel o algún rasguño en alguna pierna. Cosas de chiquillos.
Al problema de la vuelta se le fue enredando otro, no menos preocupante que lo tenía pensativo y le hacía dar vueltas por la isla en busca de alguna solución a su “comedura de coco”.
Eso hizo que de nuevo se le metiera en la cabeza que allí, para evitarse problemas a los mayores se los comían, sobre todo a los chinos. Esta obsesión le venía una y otra vez y de forma periódica como una obsesión y que a cada muerto lo sustituían por otro vivo y nadie se percataba, y que se los comían en cocidos o en pucheros para que nadie se diera cuenta.
Entre las supersticiones y las nostalgias estaba el pobre que se le caía la ropa del cuerpo de tanta “canijera” como estaba cogiendo. Andaba de un lado a otro buscando una solución y esta le vino de los juegos infantiles de su hija Juliana. Una mañana observó que Julianita estaba jugando con su hermano Miguel y otros chiquillos “ a la casita” no muy alejados de la casa y observó que su hija, imitando a las personas mayores, se había pintado los labios con el jugo de unos higos tuneros (que le llamaban tintos) y que destilan un flujo rojísimo y que imitaban a la perfección al carmín de labios que su madre se ponía en las fiestas o en los días que salía a visitar a algún amigo o a recibir a algún vecino del lugar.
José, hombre ingenioso, se le vino a la cabeza que podía sacar fruto de aquel hecho e intentó, sin que nadie se diera cuenta, ingerir higos de aquellos, al principio con precaución y más tarde, viendo que el efecto que le producía era que le hacían orinar un liquido tremendamente rojo, muy parecido a la sangre, se fue tomando diariamente una porción de higos colorados hasta estabilizar la orina en el color carmín que le producían sus jugos. A los pocos días se plantó en el dispensario aprovechando la visita médica que regularmente tenía que realizar. Expuso el extraño caso de su orina roja y aprovechó de camino para hablarle a los galenos sobre su permanente dolor en los riñones. Los médicos lo anduvieron tanteando y fueron dándole largas para comprobar si su “enfermedad” estado era una cosa pasajera o es que su estado de salud se había puesto en contra de él.
Llevaba ya José para cuatro años en la isla, había renovado el contrato y estaba ya a punto de que le dieran “la fanega de tierra” que le tenían prometida a todos los trabajadores que cumplían el tiempo de contrato con el fin de que se quedaran allí aprovechando también ellos el beneficio de aquella tierra.
Todas estas cosas las fue sacrificando José Soto en beneficio de su hijo Francisco que nunca mostró intención de volver a España, sabiendo lo que le esperaba en su país de origen una vez pusiera el pie en el mismo. La enfermedad de José no remitía porque él no ponía remedio para ello y seguía tomándose sus higos y unas veces más que otras orinaba rojo.
Para darle mas fuerza a su enfermedad hizo que su esposa tomara también los higos y los médicos empezaron a pensar si lo que aquel paciente tenía pudiera ser una enfermedad contagiosa. Después de unas semanas de deliberación y de muchas pruebas que no le sirvieron para nada decidieron comunicarle a José, eso sí, sintiéndolo mucho, que por motivos de salud tendría que abandonar la isla, ya que temían que lo suyo pudiera ser contagioso. Toda la familia se hizo la revisión y ninguno salvo José y su esposa dio “sangre” en la orina, pero para evitar sorpresas, el equipo medico informó a la compañía contratante que por el bien de la comunidad sería conveniente que la familia Soto abandonase la isla, que se le pagara su despido y los beneficios propios de los años que debería estar allí más el pasaje para él y para todos sus descendientes, a fin de evitar que pudiera ser una enfermedad contagiosa y crease problemas entre el gremio laboral.
Como quien no quiere la cosa, José empezó a ponerse bueno, una vez que tuvo la “papela” de vuelta en el bolsillo. En este espacio de tiempo, mientras el barco llegaba o no llegaba, Francisco tuvo tiempo de casarse y llegó a ocupar la casa de sus padres negándose a venirse para España y seguir disfrutando de los bienes que la isla les había ofrecido y seguía ofreciéndoles. En este periodo de tiempo Francisco pudo encontrar trabajo en San Francisco (California) a través de la misma empresa azucarera para de camino poder acompañar a sus padres durante los tres mil y pico de kilómetros que separa el continente de las islas. Todos sabían que el barco era el límite de la familia, y que sabe Dios, cuando volverían a verse.
La fecha exacta en la que salieron de Hawai es difícil saberlo a ciencia cierta porque no existe documentación a este respecto pero teniendo en cuenta que mi abuela nació con el siglo, se fue a América con once años recién cumplidos, volvió a España con catorce años cumplidos ya próximo a los quince, podemos decir que estuvieron allí cuatro años para cinco. Muchos de mis familiares hablan de que el barco regresó a Gibraltar de donde salieron; unos dicen que fue en un barco que transportaba municiones, otros que si en un mercante…el caso es que ellos no se aclaran puesto que el viaje fue en cierto modo un tanto irregular, y no creo que ellos fueran capaces de distinguir un barco de otro.
Lo que sí es cierto es que José Soto se vino con su dinero ahorrado, pensando que en España podría emprender una vida diferente a la que le hizo irse al extranjero.
El barco de vuelta, después de recalar en san Francisco, emprendió la vuelta por el mismo camino por el que se habían dirigido a América camino de Gibraltar, no sin tener que sortear ciertos peligros que conllevaba un mundo en conflictos y recelosos de todos.
Aparecieron en Alcalá, un poco más ricos y más cultos, pero sin tener donde meterse, puesto que la choza en la que habían vivido ya no era lugar adecuado, y además una vez que uno se acostumbra a lo bueno lo malo es dañino. Estuvieron un tiempo para reponerse del viaje, del que según parece estuvieron cincuenta y tantos días en el mar, antes de que José empezara a dirigirse al señor que le había prometido que en el momento en que vinieran tendrían trabajo en sus campos. Lo malo es que los que le hicieron la promesa jamás pensaron que ellos podrían volver de nuevo a una tierra que prácticamente los estaba matando de hambre. Aprovechando el refrán: “Lo que te haga falta, hasta que te haga falta”.
Mientras tanto estuvieron parando en la Posada de la Cruz donde el tiempo pasaba y pasaba, y el trabajo no llegaba. José Soto se metió en unas operaciones comerciales, como fue la de comprar un campo con los ahorros, que no le salió bien y tuvo que malvenderlo, y entre una cosa y otra se fue comiendo el dinero y las esperanzas de un trabajo medio digno. Cada vez que se dirigía al de la promesa por carta este le contestaba: “José no voy a echar a uno para meterte a ti”. Tanto insistía que por fin pudo colocarse en el cortijo de Las Joyas, en un rincón del mismo. El dueño, para evitar la sangría económica que le suponía el tener que estar metido en una posada pagando diariamente la manutención de una familia, le cedió un trozo de terreno en una esquina de su finca, justo enfrente de una venta que siempre ha llevado el nombre de “La Liebre”, y junto a una barranca del arroyo, donde la familia, con la ayuda del novio de mi abuela Petra, Manolo Martínez, se hizo una choza, que en boca de uno de los Toscanos, hoy un señor mayor, entonces un jovenzuelo, decía que la choza de José Soto era como un “palacio”, y que su padre la visitaba con frecuencia admirado de las comodidades que la choza tenía para los tiempos que corrían.
Con el tiempo mi abuelo Martínez, que trabajaba con los Toscanos, terminó casándose con mi abuela Petra, colocándolo, de entrada, de “encargado” en el cortijo, mientras José Soto, hacia las veces de pastor de ovejas y cuidador del ganado en general.
Entre los recuerdos que mi abuela conservó hasta última hora, figuraba un mantón de Manila de colores muy vivos, que parece que existe pero no sabemos en manos de quien, un abanico en las que figuraba en cada aspa el nombre de todos los hermanos, el de su padre y el de su madre, unas botitas blancas que tuvo que vender y que quiso recuperar pero ya la señora no quiso cedérselas porque era un recuerdo de la señora con la que estuvo trabajando, y un “banyo” que sin saber por qué me desprendí de él porque después de tantos años estaba muy estropeado y me costaba arreglarlo trescientas pesetas, y ni mi economía ni mis padres estaban en disposición para aguantar músicas aunque estas fueran celestiales.
En una conversación con D. Luis Toscano, padre de Nicolás Toscano Liria, amigo de la infancia, sentado una tarde en la Alameda escuchando el silencio de la puesta del sol, decía D. Luis que su familia se sorprendía siempre que cogía un mapa de cómo un hombre sin estudios hubiese dado DOS MEDIAS VUELTAS AL MUNDO o lo que es lo mismo, le contesté UNA ENTERA.
“EL HAMBRE D. LUIS, EL HAMBRE”.
Mi abuelo Martínez se compró al cabo de unos años la huerta del Sarandeo, figurando en la escritura como testigo el “patriarca de los Toscanos” y se sorprendieron que mi abuelo que parecía saber tanto, a la hora de la firma estampara la huella del dedo, documento tan valido como cuando estrechaba la mano.
Hoy la familia de San Francisco, anda por América, un accidente acabó con parte de la misma. Los que quedan apenas tienen recuerdos de España, aunque como ellos dicen: AUN TIENEN un trozo de corazón por estas tierras.


Manuel Guerra Martínez
Mayo de 2006

miércoles, 19 de noviembre de 2008

DESDE ALCALÁ HASTA HAWAI - 1ª PARTE

La historia de un emigrante alcalaíno que le dio dos medias vueltas al mundo en busca de fortuna.
-~o~-

La brisa marina se mecía por la Calle Sagasta. El aire procedente de los bloques refrescaba el silencio de las siestas. Medio Cádiz dormía, el otro medio “chapoteaba” en las aguas de la Caleta y en la Playa Victoria, mientras los chiquillos saltaban desde el Puente Canal en el camino que va desde la “Puerta del Malecón” hasta el castillo de San Sebastián.
Casi todos mis hermanos habían salido ya del pueblo. Unos estudiábamos a base de sacrificios recortándoles los garbanzos al plato. Mi padre cumplía los deberes de “municipal” que es como siempre se ha llamado en Alcalá a los guardias urbanos…y mi madre andaba arreglando cabezas en el “comedor peluquería” para que todos pudiéramos llenar la cuchara, al menos dos veces al día.
Esto no era irregular en una familia de clase media baja, un trozo de Alcalá vivía bien, otro sobrevivía y el último tercio llevaba su vida con más dignidad que hartura. El diez por ciento restantes vivía explotando a los dos últimos tercios.
Nosotros nunca supimos en que punto de necesidad estábamos, mi madre nos tenía repartidos por todas partes, como alquilados. Primero en el seminario, donde el que suscribe se agarraba a los rezos y al latín como un “cura” en pequeñito, después de haber oído la llamada generosa de las alturas. Otro de mis hermanos también sintió la llamada, pero la sintió tan baja, que después de un tiempo, se cambió el “baby”, se fue a Úbeda a darles vueltas a las fresadoras y a los tornos en el colegio que tienen allí los Jesuitas... Cuando terminó anduvo por esos mundos de Dios, con un gitano de compañero, poniendo postes, para llevar el teléfono a media Andalucía. Los otros dos varones aún jugaban a “las latillas”.
Las niñas, sobre todo la mayor, parecía que cumplía años de tres en tres por las responsabilidades que tenía que asumir por encima de lo que la edad le exigía. Otra, estudió también fuera de Alcalá, y la última, en el orden de las niñas, que no en edad, se esforzaba en estudiar… Se tuvo que conformar solamente con tercero de bachiller y un marido electricista que le dio dos extraordinarios chiquillos. En estas tesituras vivenciales estábamos, cuando llegó el verano. Los veranos tienen la mala costumbre de llegar siempre después de la primavera, épocas de chicharras y cigarrones, de perdigones huidizos y piojitos de cigarras. Ya mi abuelo hacia años que había muerto y el campo donde vivía, se quedó huérfano de nuestra familia, sobre todo de sus miradas profundas a través del horizonte para ver si venía alguien para compartir la charla y la “zurraposa” que no era otra cosa que una lata donde se recocía las zurrapas del café un día y otro hasta perder el sabor. Lo que era un vergel de naranjos de azahares azules y purísimos de caquis, de granadas sanguinolentas y sufridoras, viña y ciruelos que adornaban el espacio semidesnudo de la tarde con tonos rojos, amarillos y ocres, los perales que endulzaban los rebosaderos de las fuentes, las higueras con su generosidad constante, los chopos que adornaban los linderos y el agua de la fuente de las Presillas, cayendo, sangre y luz, en la alberca del riego diario, se quedó en un mustio cercado, abandonada como un niño, huérfana y desnutrida.
Cuando nos acercábamos por allí, sentíamos la tristeza del abandono y la soledad callada del que sufre sin remedio.
Yo había pasado muchísimos años en aquel “medio paraíso”, prácticamente me había criado entre las gramas, había aprendido a leer en el cortijo de enfrente, llamado “Cabeza Redonda” con un maestro que vino de Extremadura y que vivía casi con los regalos que le hacíamos los chiquillos por el pago de las clases. Ciruelas, aceitunas, uvas... En invierno nos castigaba echándonos fuera del cuartucho que olía a orujo y a alpechín, para que fuéramos a poner las “trampas” para pajarillos y de esa forma poder comer algo de carne, Poco tiempo duró el maestro allí, creo que el tiempo en acabar con los lagartos y las ranas que se las comía como un manjar exquisito y de agotar la ración de lágrimas que se suministraba todos los días porque se acordaba de su tierra.
La enseñanza fue entre nosotros un mal menor. A veces siento nostalgia de mi infancia… si hoy volviese a revivir aquella época (sé que algunos estarán pensando: Por Dios… una y no más Santo Tomás) me hubiese llenado de traumas sicológicos, me hubiese declarado niño maltratado por mis padres, por mis profesores e incluso por mí mismo siguiendo las nuevas normas de la educación posmoderna que no es más que un invento de gente “progre” que no atina a dar en la tecla de los valores fundamentales de la vida. A veces pienso que los animales tienen más capacidad para educar que las personas.
Pero en fin, el maestro se fue y mi abuela fue la encargada de seguir enseñándome las letras, mi abuela Petra que dicho sea de paso no sabía escribir… me hacía dibujar las letras, paradojas de la vida, aunque sí sabía leer. Jamás entendió que una cosa iba unida a la otra.
Cuando me cansaba y con los ojos morados por la tenue luz del “quinqué” me daba un descanso y empezaba a contarme historias sin sentido que yo jamás supe entender. Me hablaba de animales gigantes, como vacas enormes que se sumergían en las profundidades marinas, expulsando chorros de agua hacia el cielo por el lomo como cuando a la alberca se le quitaba el tapón para regar los canteros de la huerta. Me contaba cosas del mar… mi abuela decía que el mar era como un campo infinito pero en vez de árboles sólo tenía agua y que los barcos andaban por encima de ella como un caracol, dejando la espuma detrás suya, para marcar el camino de vuelta.
Mi abuelo nunca llegó a contarme esas historias, él decía que no entendía mucho de lo que mi abuela me narraba para entretenerme, pero que tenía que ser verdad, porque mi abuela nunca mentía, y que esas historias las tenía ya en la cabeza cuando él la conoció pero nunca le había hecho mucho caso. El se conformaba con poco. La última preocupación que llegó a tener fue cuando un hijo suyo, Manolo, carpintero rústico, le trajo un plantón de naranjo mandarino que a él le gustaba mucho y cada vez que nos sentábamos al atardecer a la hora del riego, bajo la sombra de un naranjo, me decía: ¿Comeré yo las naranjas de este árbol? Yo me entristecía porque sabía que mi abuelo era como un animal para las enfermedades, cuando tenia algún dolor se encogía y se metía en el primer rincón que encontraba, hasta que los malos humores se le pasaban. Murió el pobre de una mala enfermedad y como los gorriones… ”emberrenchinado”. Pudo probar las naranjas del mandarino, aunque ya los ardores, le hacían poner cara rara y se tenía que echar al estómago un puñado de bicarbonato o masticar la flor de la manzanilla para aliviarse la quemazón estomacal. Su muerte fue un auténtico sufrimiento no por el hecho de la muerte en sí que sabía que su vida se le acababa y lo aceptaba, pero lo que no aceptaba era él: “Que tu abuela no me deja fumar, me ha escondido la petaca…” y yo salía a la vereda al final de la huerta para que nadie me viera y pedirle un cigarro al primero que pasaba para que mi abuelo a escondidas se lo fumara y le calmara la ansiedad de un vicio que traía desde que tenia nueve años.
La muerte de mi abuelo marcó un antes y un después. Mi abuela se vino abajo y empezó con el tiempo a perder la cabeza. “La chochera” como se llamaba antes a esos lapsos mentales con los que a una persona se les descarrila la mente y que las hacen vagar de un momento a otro de su vida sin coherencia y sin sentido, al menos para los que están alrededor. Aguantó un tiempo en Alcalá hasta que todos mis tíos se casaron, pero más tarde o más temprano tuvo que coger la opción de irse a vivir con sus hijas. Unas veces en Alcalá y otras en Cádiz y fue aquí donde ella encontró la muerte y nosotros el secreto de sus chocheras.
Mi madre me mandó un recado al seminario, que era el lugar donde yo estudiaba para algún día llegar a ser sacerdote, pero ese día nunca llegó. (Cosa que demuestra la infinita sabiduría de nuestro Creador). Una de mis tías abuela llamada Teresa me avisó para que fuera a ver a unos familiares suyos que iban a ir a visitar a mi abuela y que no sabían hablar español. Mi madre siempre pensó que yo, por el hecho de haber estudiado en el seminario, debería saber hablar otros idiomas. Yo nunca me atreví a engañarla porque entre otras cosas “chapurreaba” el inglés gracias a Mister Lauren, el inglés que llegó a Alcalá, descubrió Patriste, se instaló allí y desde entonces a través de la amistad de José Moreno el “Francés”, nos hicimos amigos y todas las tardes me hacía ir en bicicleta a su casa, unas veces solo y otras con Antonio Paino. El, para pintar y yo para perfeccionar mi inglés, o para destrozarlo, que también podría ser por la cara que Mister Lauren ponía ante mis expresiones.
La tarde estaba más bien caidita y era ya el mes de junio. Yo pedí permiso para ir a visitar a mi director espiritual, fórmula mágica que siempre me dio resultado para poder salir “del solar santo”, en horas de recreo, sobre todo del de las seis a las seis cuarenta y cinco.
Cuando llegué me encontré a media familia o a tres cuartos de la misma... Mis tías estaban todas con sus maridos, mis primos y algún allegado, mi hermano Pedro, que siempre aparecía por todas partes, estaba allí de los primeros, ya se había metido entre pecho y espalda una rebanada de pan con zurrapa. Parecía, cuando chico, que tenía el don de la ubicuidad, podía estar en dos sitios al mismo tiempo, al menos eso me parecía a mí. Lo mismo estaba aquí que allá o que acullá. Lo que más le molestaba era que yo le dijera que estaba en “acullá” y se chivaba a mi madre diciéndole que yo decía palabrotas. Cuando llegué parecía que vieron el cielo abierto. Había llegado “el Salvador”, que se suponía que era yo.
Mi tía me introdujo de pronto en la conversación en un “espanglis” de aquel que llevaba ya muchos años sin practicar y ni tan siquiera haber hablado el español en muchos años. “Tus tíos de América”. Yo lo digo ahora, pero lo pensé entonces y guardé silencio. “Ya somos ricos”. Pero no era eso, es que apenas podían entenderse unos con otros. Yo saqué mi primero, segundo y tercer curso de inglés a relucir, empezando con el “my name is Manolo”. “What is your name?”. Mi abuela tenía la mirada perdida andaba como recorriendo el infinito, sin saber si estaba o no estaba, de vez en cuando se limpiaba la humedad de sus ojos, de los que le salían algunas lagrimas silenciosas. Cuando todos estábamos intentando llegar a un acuerdo en el lenguaje, entre gestos, gritos y disparates, mi abuela sacó a relucir una voz blanca y limpia como la de una madre que pregunta por un hijo: “Where is my brother Francisco?”. Todos nos volvimos y nos quedamos en silencio, pensando en la “chochera” o en nuestro mal oído y de nuevo con el mismo tono de voz volvió a repetir la frase.
A mi hermano Pedro sólo se le ocurrió decir; ¡anda, mira ésta! Como dando a entender que estaba cogiendo alguna retahíla de las que mi abuela solía coger cuando empezaba a hablar sola.
Como por desgracia a los ancianos le hacemos poco caso y más si estos padecen algún trastorno, no habíamos caído en la cuenta que mi abuela hablaba inglés perfectamente, o que al menos se entendía con bastante claridad con los parientes americanos, que ya hacía un rato que estaban metidos en conversación con mi abuela, contándose batallitas, como decía mi primo Paco.
Mi primo Paco fue el estudiante más brillante que yo he visto en mi vida. Empezó a ir al instituto de Columela en Cádiz, donde en cuatro años sólo aprobó y por enchufe de su padre: el dibujo, el bocadillo y el recreo. El padre, aconsejado por algún amigo suyo, que no de mi primo, tuvo a bien colocarlo un verano en una academia de Puerto Real que regentaba un tal Miguel Carzo, más conocida por Academia de Miguelito, el cual tenia un sistema pedagógico harto eficaz. Era tanta la confianza que tenía en su sistema pedagógico que firmaba incluso antes de empezar a trabajar, los resultados positivos de los alumnos. Su academia era un seguro de aprobados, según él, y así era en efecto, porque en un verano, en este verano de la venida de los americanos, mi primo aprobó: las pendientes de primero, las que le quedaban de segundo, las de tercero, cuarto completo y la reválida de cuarto. No comía, no dormía, no leía el periódico deportivo, como era su costumbre desde que dejo la teta de la madre, no escuchaba las retransmisiones deportivas del Cádiz club de fútbol ni las del Barcelona, del que era y sigue siendo un forofo, no leía la hojilla de los resultados que se vendía en Cádiz todos los domingos por la tarde. Toda su preocupación eran los libros. Su madre lo tuvo que llevar al médico de cabecera pero ni por esa dejaba los libros. Esta fiebre bíblica le trajo problemas porque conoció a una chica en el Cortijo de los Rosales en el Parque Genovés y la dejó cuando se enteró que era de Puerto Real, porque le cogió tal manía al pueblo que todavía, creo que para ir a Sevilla coge por Algeciras, que es como ir de Cádiz a Ceuta pasando por Francia. ¿Qué sistema pedagógico utilizaría el tal Miguel?
Sorprendido por el hecho de que mi abuela estuviese metida en el coloquio, todos nos preguntábamos cuál podría ser la causa y mi tío Miguel, el hermano pequeño de mi abuela, que se caracterizaba por tener una extraordinaria calvicie, (decían en la familia que ya iba de Primera Comunión sin pelos), nos soltó de sopetón: “Es que la abuela estuvo en América durante cuatro años”.
Todos los nietos nos quedamos sorprendidos porque jamás nadie nos había contado nada de esta historia.
Hilando los recuerdos, un poco más tarde, yo empecé a preocuparme por la historia y fui rebobinando la madeja hasta llegar a los padres de mi abuela... No viene al caso como llegaron a Alcalá pero sí puedo decir por documentos que procedían de Albuñol, provincia de Granada, y que vivían en una choza pequeña en “El Lejío”, lugar de gente marginada y desheredados de la fortuna, donde José el “pater familias” se dedicaba a los oficios más variopintos que pudiera tener una persona con el trabajo y las necesidades jamás cubiertas, salvo en ocasiones muy contadas. Es seguro que estuvo trabajando con la familia de los Toscanos en las faenas del campo, porque ellos mismos me han contado historias de él, ejerció a veces de carabinero y cobrador de arbitrios según dice Francisco Guerra, de extraordinaria memoria y que tuvo varios hijos, de los cuales el mayor se llamaba Francisco, que se llevaba con mi abuela una edad considerable como se puede ver en el documento que se adjunta a este trabajo.
Corrían los años de las Guerras de África y Francisco se veía ya con la papeleta en la mano para enviarlo a la “mili” y como persona sin medios sabía que su fin no iba a ser otro que terminar luchando en África por causas que ni él ni sus padres entendían. El acontecimiento de la guerra lo tenía atormentado, un muchacho con dieciocho años que aún no había empezado vivir, se vería en un plazo no muy lejano disparando contra personas, que como diría más tarde su hermano Miguel, a él no le habían hecho nada.
Cómo se tomó la decisión no es cosa muy segura, pero seguro que influyó y mucho el reparto que se hacía por los pueblos de unos “papeles” en los que se buscaban trabajadores para EL NUEVO MUNDO, en concreto para trabajar EN LAS ISLAS HAWAI. En ellos se ofertaba trabajo y ponía las condiciones que debían concurrir en los solicitantes. Los documentos necesarios y a quien había que presentarlos que no era otro que Don Carlos Crovetto, encargado del departamento de revisión, donde se pedía ya por entonces que desconfiaran de intermediarios, el sueldo y una pequeña historia de las islas.
Era una forma de evitar que a Francisco le cogiera en un futuro la guerra y de camino huir de la miseria en la que estaban sumidos y de la que tenían pocas posibilidades de escapar, no sólo él, sino un sin fin de personas que se colocaban diariamente en la “Plaza del Hambre” de Alcalá esperando que el “aperaó” o señorito le señalasen con el dedo para darle trabajo ese día. Las circunstancias socioeconómicas no podían deparar muchas esperanzas en el futuro. España estaba metida en una guerra humillante donde los soldados tenían que vender sus propias municiones para poder comprar o intercambiarlas por un poco de comida con los lugareños, las mismas municiones que más tarde los “rifeños” utilizaban contra los soldados españoles. Todos estos detalles sobre el ejército, la mala formación de los mandos avergonzados por la perdida de Cuba hacía que estos actuaran más por C... que por estrategia y si a esto añadimos la burocracia militar entiendo perfectamente, que el mayor de los hijos de José Soto y Maria Benítez decidiera poner pies en “polvorosa” antes de huir cobardemente ante el enemigo sin armas y sin recursos mientras el general de turno les podía gritar: “Corran, corran que viene el coco”.
Pocos preparativos tuvieron que realizar la familia Soto para salir del pueblo. Entre otras cosas porque carecían de todo, una burra cargada con los cuatro enseres, las tres gallinas que comían de lo que la naturaleza les suministraba, una cabra y un montón de chiquillos camino hacia el exilio voluntario huyendo de la miseria en busca de un futuro que se le declaraba incierto. Atravesando la ruta del Picacho, después de toda una noche y parte del día siguiente llegaron a Tarifa, a casa de un familiar, hermano de la mujer de José.
Allí esperaron durante un tiempo para poder embarcar en unos de los barcos que iban directo desde Málaga a Honolulu-Hawai, haciendo parada en Gibraltar para hacer otra recogida... Las plantaciones de caña de azúcar los esperaban. Francisco lo primero que hizo fue meterse en el Peñón y trabajar de ayudante en una panadería, que según mis noticias respondía al nombre tan pomposo y tan “llanito” como “Panadería Miguelón”.
Me contaba mi tía abuela Juliana que, a pesar de su corta edad, se acostumbró a comer “pan de lata” diferente a las teleras que se elaboraban en Alcalá y que tanta fama ha llegado a tener con el tiempo. Allí se mantuvieron con lo que Francisco ganaba y de lo que podía traer de Gibraltar con el contrabando y con la ayuda de la familia de la mujer de José. La cabra desapareció pronto porque estaban seguros que llegado el momento no podrían llevarla consigo y la burra fue vendida al parecer a un pescador de la ciudad para que le sirviera de farol por las noches y orientar a los pequeños barcos de pesca. Este sistema utilizado por los costeros desde hace años hasta no hace mucho consistía en “entrabonar” una mano del animal y colgarle un farol del pescuezo. El animal amarrado con una cuerda cada vez que intentaba andar, movía el farol que servía de referencia a los pescadores.
Coloco aquí, a título informativo, el resumen de una carta que me mandaron mis familiares de América en contestación a una mía anterior, ya que me ha sido imposible colocar la original por la falta de calidad en el copiado.
Mi querido primo Manuel:
Perdón por este largo retraso en respuesta a tu muy interesante carta. Acabo de terminar mi libro donde he detallado las aventuras de mis abuelos e intentaré que te permita conocer algo más referente a lo que tú estas interesado.
A mis abuelos les costó mucha resistencia hacer este cambio para encontrar un nuevo rumbo en sus vidas para él y para sus hijos. Este habría trabajado fuera y hubiesen permanecido allí si ellos hubieran seguido con mis padres y si mi abuelo no hubiese falseado su enfermedad.
Tu abuela Petra me lo contó la última vez que estuvimos en España:
Enfermedad que su hermano “cogió” fuera de España y a pesar de la miseria en la que habían vivido decidieron volver a la misma miseria a España, mientras que mi padre y mi madre se casaban. Algo excepcional en el Nuevo Mundo. Sin embargo una manera mejor para mirar es que él no haya vuelto a España y es que la familia que tiene ahora tampoco haya vuelto. En España nunca habría estado como en una bonita familia. Tu abuela Petra no quiso regresar. Ella quería permanecer con mi padre, pero su padre le dijo: “Una joven señora debe volver a España con el resto de su familia”. Así ha discurrido la vida que hay en España en la actualidad y la que nosotros tenemos en USA. Para mejor o peor, estoy seguro de que tú y yo hemos tenido una vida maravillosa, tanto para nosotros como para nuestras familias. Tu madre a quien me encontré en Alcalá es un encanto de persona y nosotros lo pasamos muy bien visitando a tus hermanos y hermanas. Nosotros nos divertimos inmensamente y algún día, si Dios quiere, nos encontraremos todos de nuevo.
Tú estas seguramente maravillado porque estoy escribiendo esta carta en inglés. Actualmente, yo no sé ahora español, y me siento mucho mejor escribiendo en inglés. Nosotros no usamos el español para nada. Han sido cuarenta años desde que mi madre y mi padre murieron en un accidente de tráfico y la mayoría de los antepasados españoles han muerto, así que nosotros no tenemos lógica para hablar español. No nos gustaría olvidarla porque es una hermosa lengua pero hablamos preferentemente inglés. Nuestras dos hijas eligieron español en la escuela secundaria y mi esposa Blanca es española como yo porque sus padres vinieron a América en el mismo barco que mis padres.
Considerando la información que me solicitas ahí tienes.
Primero yo nunca conocí a mi abuelo como Pedro (este lapsus mental se me deslizó en la carta que envié, pido perdón). Siempre lo conocí así, siempre fue José. De hecho fue mi nombre como el de mi abuelo, y mi abuela era María, y mi hermana mayor también se llamó María como mi abuela.
Cuando ellos dejaron Gibraltar para Hawai esta era la familia de José Soto.
  • José Soto, padre
  • María, madre
  • Francisco, hijo 18 años
  • Petra, hija 12 años
  • Miguel, hijo 7 años
  • Juliana, hija 6 años
  • María, hija 2 años
  • Juana, hija 1 año.
La información que yo he contrastado de mis padres es la siguiente:
Nombre del barco: S.S. WILLESDEN
Fecha de embarque: 12/10/1911
Llegada a Hawai: 8/12/1911
Se supone que debe decir a continuación días navegables pero a mí en la traducción me sale DIAS NO NAVEGABLES 53 lo cual no concuerda.
Ellos viajaron en barco a través del estrecho de Magallanes (América del Sur) y ellos nunca atracaron en Nueva York ni en la isla ELIS de camino a Hawai. Cincuenta y tres días es mucho tiempo a bordo de un barco con 1797 pasajeros, 639 hombres, 400 mujeres y 750 niños.
En interés para atraer a la gente española a emigrar a Hawai, pusieron unos pósters/carteles en ciudades y pueblos del sur de España. Un agente que hablaba español fue también invitado para exaltar las ventajas de este viaje y trabajar en las plantaciones de caña de azúcar. Los emigrantes tendrían pasaje gratis, abonados por el instituto de emigración de Hawai. También deberían pasar un reconocimiento médico que tenían que superar para optar al puesto de trabajo y un nuevo segundo examen médico para un posterior embarque. Cuando ellos llegaron a Hawai a ninguno de los pasajeros se les permitió salir del barco hasta el segundo día. Luego encerraron a las mujeres y niños en una zona, y a hombres y muchachos en otra área. Sus ropas tuvieron que ser sacadas y ellos fueron duchados con agua fría a base de manguerazos.
Las mujeres sostuvieron a gritos a sus niños pero los hombres y niños no emitían sonidos. Todo el mundo estaba siendo violentado desnudo delante de sus hijos. Una nueva experiencia en sus vidas.
Después de tres años trabajando, (aquí creo que hay un error, fue más tiempo) a ellos no le renovaron el contrato de trabajo y decidieron irse a San Francisco. Durante ese tiempo sus padres volvieron a España. Mi padre y madre se habían casado. Ellos habían ahorrado suficiente dinero para pagar tres viajes a San Francisco.
Bien, eso parece ser todo lo que yo sé aquí sobre ese viaje de España a Hawai. Ellos tuvieron muchas carencias en el barco pero desconozco los detalles. Yo mismo recuerdo cuando era más joven a mi padre recibiendo correo desde España y sentándose para leer su carta. La única comunicación que él tenía con su madre, padre y sus hermanos y hermanas.
Mi padre era un hombre muy inteligente y me enseñó grandes cosas. En el año 1927 yo inventé un calentador para podernos duchar con agua caliente. El invento nunca fue usado nada más que para bañarse o cocinar. Él era una persona muy agradable, cien por cien español.
Él amaba las cosas que tenía que hacer con su forma de ser española. Yo era hijo único, como varón, y estaba muy orgulloso de mí tanto como yo de él. Mi madre era una hermosa y maravillosa señora y tengo tres hermanas Yo creo que era una familia típica de todas las que procedían de España. Cuando ellos se mataron en el accidente de tráfico pensé que nunca me recuperaría de esa tragedia. Mi esposa Blanca que fue conmigo la última vez que estuvimos en Alcalá falleció y ahora estoy solo pero tengo a mis dos hijas y cuatro nietos y ellos están al tanto de mí.
Bien eso parece ser todo lo que sé sobre el viaje de España a América.
Naturalmente yo escribo lo que sé, pero siento no haberte escrito en español y no haberlo hecho más pronto.
Me escribiste una carta muy hermosa que cuando vuelvo a veces a casa siempre la leo y la vuelvo a leer
Gracias por tu carta y mis mejores deseos para ti y para la familia.
Manuel Guerra Martínez
Mayo de 2006

lunes, 17 de noviembre de 2008

DECIMO VUELO DE CUESTA ARANA: La Frustración

Vivía Diego Florín Valencia en los altos –o sea, el altillo- del Pozo Arriba. Un castillete blanqueado a poco más de un tiro de honda del pueblo. En la parte de abajo reinaba un aljibe de agua fresca; una fábrica de humedad y verdín. La vivienda era un cubículo, no más de seis metros cuadrados, espacio para la camilla de tubo, el infiernillo de petróleo; dos sillas de las huertas y una mesita de pino flandes. En las paredes descalichadas, una estampa de la Virgen de los Santos en blanco y negro, por un lado, y por el otro, la presencia exuberante de una chica envuelta en gasas, un toque sensual, regalo de las bodegas Sanatorio.
Diego Florín Valencia, bajete de cuerpo, una pavesa, pelambre de púa que mostraba airoso y gentil a la concurrencia. “El hombre debe ser honesto y haya”, frase críptica que solía decir al referirse a los melenudos a los que odiaba en cuerpo y alma.
Diego Florín Valencia, misógino, solterón, de “nativitate”, más por razones económicas que por otra cosa: “A mi no me administra ni administra ninguna mujer”, decía inyectando los ojillos pardos de orgullo principal. Y no le administraron, no. Aunque el hombre es pura contradicción, según es cosa notoria y sabida, razón por la que Diego Florín Valencia me contaba que cuando era nuevo, en los tiempos de zagalón, tuvo una novia muy aparente, pero aquello duró poco, se enfermó del pecho y la pobre echa un suspiro voló para siempre. Luego, a la corrida de los tiempos, al hombre que vivía solo en un pozo, ya otoñal, con Franco dando la boqueada, sentada en un banquillo en Cádiz le salió un apaño, encontró una vieja, sola como él, “todavía fresconata” y resolvieron los dos irse a vivir juntos al Pozo de Arriba. Pero cuando fue el hombre a recogerla, el banquillo estaba vacío, luego se supo que una cosa mala en el corazón había llegado antes que Diego Florín Valencia. Y fue así como aquel hombrecillo honesto y haya se quedó sólo para toda la vida, con una obsesiva frustración quemándole el pecho: el no haberse subido nunca a un avión. Unas veces por el tiempo y otras –las más- por el dinero, pero el caso es que, por fas o por nefas, ocasión nunca hubo de echarse al aire. No pasa una vez, que, en oyendo el ruido inequívoco de un avión, atravesando el cielo, esté donde esté, al hombre se le vuele también la mirada al cielo.
Una vez –es la voz de Diego Florín Valencia- estuve ahorrando, en la siega (donde hizo de todo de manijero a aguador), para ver si podía ir aunque fuera en un viaje de ida y vuelta a Madrid en avión, pero siempre, a última hora se presentaban otras necesidades y se “cachifundía” todo. Pero ahora, ya ves, que tengo el dinerillo ahorrado, ya no se le apetece a uno volar. Si de nuevo no voló uno ya pa qué va uno a volar. Lo mismo que dicen los antiguos que la tormenta agria la leche, el tiempo lo agua a uno igual, igualito. Y es malasombra porque a uno le ha cantado siempre la gallina en vez del gallo ¿comprendes?. Y mira que duermo con la cabecera mirando al Norte, pero, parece que a uno, como a los gatos, la mala suerte le ha untado las patas con aceite para que no se vaya de ella. Y digo yo: ¿No habrá tenido uno la mala suerte en el tejado por haberse empicado de chico a mecer una cuna vacía? En la vida de uno parece que siempre ha estado aullando un perro. Y mira que tengo verrugas en el cuerpo, que es buena señal, pero nado, por mi puerta siempre pasó de largo aquello de hombre con verrugas, hombre de fortuna. Toda la vida me anduve listo con no sentarme nunca a la sombra de una higuera, porque dice la gente vieja, que en ese árbol fue donde se ahorcó Judas. Ni nunca pisé el carbón porque también es malo; ni tiré el pan; ni derramé el aceite, ni la sal; ni tuve tórtolas en la casa. ¿Qué sé yo...!”
Diego Florín Valencia, remueve con la paletilla el brasero, es invierno, el vientecillo del Norte aprieta fuerte y prosigue el monólogo: “¡Mira que me gustan a mi los aviones! ¡Al perder!. Hasta libros he leído de aviación. En un librillo que se titulaba “50 Aniversario de la Aviación”, que me encontré en el muladar, decía que los primeros que volaron en un aparato fueron dos hermanos, eso fue en la extranjería, en el año 1903. Y ya desde allí para acá empezaron los aviones a funcionar; dicen que en aquellos tiempos los asientos de los aparatos eran de mimbres y que uno podía abrir la ventanilla, como si fuera la Valenciana de Algeciras para ver el paisaje. ¡Qué mérito tenían los ‘joios por culo’ pilotos aquellos que gobernaban los aviones! ¡Qué mérito!”.
Diego Florín Valencia, toda una vida pendiente de un vuelo, pero las fatiguitas de la vida abortaron, una y otra vez, tan anhelada travesía por el aire. Nunca tuvo miedo a volar. En la coyunda apretada de la noche, con el candilazo en el horizonte, presagio de lluvia al amanecer, se autoconsolaba el hombre –y que remedio- recordando que de niño el maestro don Santos, en la escuela, refería el mito de un hombre llamado Ícaro, que voló a los cielos provisto de unas alas de cera virgen, pero el sol las derritió y se pegó el costalazo. El sufrimiento de la vida le puso al hombre que vivía solo en el Pozo de Arriba, alas de cera, que el desengaño las fue derritiendo aquí abajo, en la tierra, donde está el huerto sembrado, sin ver en vida el sueño de no remontar el aire más allá de donde llegan las copas de los chaparros del Lario.
Vuela el pájaro, vuela el pez, vuela la ardilla. Tierra, mar y aire. Pero Diego Florín Valencia nunca voló, cuando pudo, era ya tarde: se le habían averiado las alas. Nadie, ni nada le ayudó a salir del laberinto de la existencia, ni diosa que lo liberara; ni nadie puso sobre sus espaldas de niño alas de pluma y cera. A Diego Florín Valencia nunca se le hubieran derretido las alas. Nunca se hubiera acercado como Ícaro tanto al Sol. Era de poco conformar: con un billete de Iberia se hubiera engordado el sueño. Al final se dio cuenta el hombre de lo feo que resultaba un viejo con alas, aunque fueran de cartón. ¿Ha visto alguien la estampa de un ángel viejo? Diego Florín Valencia era un ángel viejo. Un carcamal con alas. Un ángel lleno de arrugas y malaleche; de faz retutumida. Los ojos de palodú y vinagre. Era un ángel viejo y desconfiado que se colaba en los circos rebujado entre los chiquillos. Un angelillo zangón y rabijudo, que cada tarde, al lubricán, le echaba un chorreón de agua a las albahaca de la ventana. Y de vez en cuando la alegría de ver en el cielo azul un trazo largo de tiza blanca que deja un avión supersónico al pasar.
Aquel ángel matusalén, una mañana, sintió recia punzada en el pecho, ruido y asfixia. En el primer salivazo se vio venir el calio, el mal aire, el vuelo negro. Que ya está avisada la campana gorda en la Plaza Alta. Entre dos luces, Diego Florín Valencia tuvo tiempo para soñar un último cuento: “Peter Pan (voz en off) era un niño, que no crecía y que no necesitó nunca alas para volar. Vivía en el país de Nunca Jamás y tenía como amiga a un hada diminuta llamada Campanilla, capaz de hacer volar a quien rociara con el polvillo mágico de sus alitas. Y sucedió que...” Diego Florín Valencia, sonrió con los ojos, con la boca que ya no podía, y los cerró, y, en ése mismo instante la azafata había indicado: “abróchense los cinturones. Y el avión enfiló el cielo para arriba”.
Nadie le tiró una fotografía, al primer –y último- avión que tomó Diego Florín Valencia, un día sordo, en que el gallo del vecino cantó a media noche, a deshora, y mudó el tiempo.


Jesús Cuesta Arana

NOVENO VUELO DE CUESTA ARANA: El Azar

Era la primavera porque las parras bravías del Tardal y las higueras de la Coracha reventaban las yemas, los brotes. Las golondrinas con el barro en el pico. Y los naranjos de la Carretera (El Paseo) canosos de azahar. En fin... todos esos fogonazos líricos que enciende el paisaje cuando la primavera habita en los almanaques. Y el sol, como siempre, poniendo punto de referencia en el tiempo y en el espacio a cada encuadre del paisaje alcalaíno.
Después de unos años, uno, el que esto escribe, resolvió dar un paseo por las veredas de la infancia. Me alisté en el complejo proustiano de ir a la búsqueda del tiempo perdido. Aunque a decir verdad somos nosotros los que sobrevolamos sobre el tiempo y no el tiempo sobre nosotros. Los viejos se tienen bien aprendida la lección: el tiempo no vuela los que volamos somos nosotros. Y uno añadiría: con las alas de los recuerdos y los olvidos. ¿Quién no ha escrito alguna vez su memoria en el aire del paisaje de la eterna infancia? ¿Quién no ha volado a los orígenes sin sentir escalofrío en la nuca? Cada uno –es ley de vida- pintó el paisaje a su manera, aunque bajaran el nido del mismo árbol. Los mismos perros y los mismos gatos. Las mismas devociones y los mismos santos. Los mismos mitos. Viento. Aire. Agua. Y el mismo sonido en la fragua. Y las mismas cunitas de Botones. Un vuelo cada año al son de la cuchara animando la lata: “¿Queréis más? : ¡Pues toma ya!”. Parabapachinpachinpachin... Los chiquillos cada feria –por mor de Botones- se permitían reinar por unos minutos en el aire. Que no era poca magia, por lo oscuro que corneaban los tiempos donde ver a un niño encuero y descalzo y llorando por la calle, no era solo la letra, el tinte melodramático de una petenera.
Cuando uno se acuerda de lo que ha vivido, se abruma el pensamiento, porque la emoción corre más pareja por el campo abierto del sentimiento. Las vivencias caen en cascadas. Sólo el temple machadiano avisa a los mareantes: una cosa es el recuerdo y otra, recordar.
Por pura casualidad, he recogido –en mi pase por el pueblo- dos imágenes al vuelo que vienen a sintetizar todo el significado y todo el significante que nutren la barahúnda de recuerdos que le pellizcan a uno las entrañas. Al fin y al cabo la memoria se parece un “jartón” a la cámara fotográfica, que de vez en cuando se dispara para impresionar la fugacidad de un instante. El azar me vino a deparar éstas dos secuencias que tengo ya pegadas en el álbum aéreo de los vuelos.
Primera secuencia. Lugar: Puerta del Sol. Mañana de Levante. Un chiquillo, pelo lezna y crespo, remolino en la coronilla; melleto, mofletes como las cerezas; retostada la piel. Pantaloncillos color caña y camiseta granza; zapatillas de gamuza de color indefinible por castigo de la intemperie. Lloraba el niño a pierna suelta. Lloraba y lloraba. A lágrima batiente. Sin el consuelo de nadie. Como en los versos de Benítez Carrasco: “Cuando me veas llorando/date media vuelta y déjame/llorar hasta no sé cuando”.
Una ráfaga de viento, de viento inoportuno y “malaje”, le había arrancado al niño, entre sus dedos, el hilo coleante de un globo blanco y transparente como una lágrima imponente. Remontó el cielo el globo. Vio el niño, desesperadamente, como el aire se ponía cada vez más alto, hubiera dado en aquel momento, dos, tres, cuatro años de su corta vida ¿toda una vida? –por ser ave de presa- y haber atrapado al vuelo aquel sueño blanco que el viento le había arrancado de las manos. Aquella nubecílla errante y lustrosa que despaciosamente, se perdía entre la atmósfera. Entre lágrimas de rabia e impotencia, el niño vio partir el último sueño, el más flamante de los sueños; la última memoria, el último recuerdo. No lloraba el niño la pérdida del globo, no, -en la tienda hay más globos- lloraba porque ya no podía ser pájaro. El viento, ese viento que tanto pega en la Plaza Alta, le había arrebatado, -por la fuerza- de las manos la última ilusión. Y no había oro para comprarla. Sabía o intuía el niño que nunca tendría ya la fotografía del globo blanco que venía envuelto –como premio- en un caramelo agridulce. Y el mal viento lo abandonó a su suerte, a la solisombra de la suerte.
Segunda secuencia. Lugar: Parque Municipal (El Jardín). Una niña, pelo pan de oro, cinco golpes de calendario; mirada celeste, piel de espuma; vestido verdegay rameteado con florecillas lilas. Zapatitos albos, algo heridos por la puntera. Estaba contenta la niña. Una sonaja. A cada logro, un alborozo. Aunque parezca raro al angelito le divertía un descubrimiento: la fragilidad de un sueño. Cada pompita de jabón que explotaba en el aire le llenada de irrefrenable contento. La chiquilla rubia provista de un pequeño recipiente de agua jabonosa se dedicaba terne, una y otra vez, a reproducir a través de un anillo de plástico de color naranja pompas y más pompas de jabón. Pompitas desiguales y atornasoladas que trepaban, aire arriba, entre la ribera de sombras de la arboleda del parque. Aquéllas pompitas de jabón que fabricaba la niña rajaban el aire humildes y silenciosas. Cada pompa que estallaba en el aire, eran las cuentas del collar de una memoria perdida. Y la niña venga y venga echar pompas de jabón al vuelo. Pompas de jabón al aire hasta que se acabe el agua. La niña tan feliz porque el aire devoraba la trenza de sus sueños.
No es lo mismo la libertad del globo que se escapa, que la libertad consentida de la pompita de jabón. Moraleja que abre un surco de aire cuando recordamos de cuando una vez le pusimos alas de fuego a la memoria y el viento melancólico y cruel arrebató de nuestras manos los días azules de la infancia.
Llegará el día –si no ha llegado- en que el niño del globo y la niña de las pompitas de jabón echen en el saco del olvido estos volátiles sucesos. La pena y la alegría que reinaron una vez en sus semblantes. El aire es el mismo, son los pájaros los que pasan.
No quiso el azar que aquél día de primavera el fotógrafo pasara por allí. No quiso la casualidad. Aunque solo hubiera retratado el alma pasajera de aquellos dos niños que se asomaron con distinta cuchara al balcón del aire: entre la alegría y la pena. Entre una lágrima gigante y una pompita de jabón.
En la honda transparencia del aire, allí hay que buscar las fotografías perdidas de nuestra memoria.

Jesús Cuesta Arana

viernes, 14 de noviembre de 2008

Cambio de imagen

Le he cambiado el traje al blog. Son ya varias las peticiones que he recibido al respecto.
No sé si te gustará. Espero tus comentarios.

Alcalá en imágenes

Andrés acaba de mandarme esto en un correo electrónico, pero a mí me gustaría compartirlo con todos los que paseáis por aquí a diario.
Son una colección de imágenes de nuestro pueblo montadas con música (y con cariño, eso se ve). Su autor es Francisco Romero "Kiko" y aunque está dedicado a Andrés y a un par de compañeros más del autor, al final se lo dedica a todas las personas del pueblo. Así que va por ti también. Pulsa sobre el siguiente enlace:

drop.io/alcalagazules

Irás a una página en la que verás algo como esto:


Solo tienes que pulsar con el ratón sobre el 148-alcala_de_los_gazules.pps y esperar un poco a que termine de bajarse. Es algo largo y tardará un poco, pero no demasiado.
Guardalo en una carpeta y haz doble clic sobre él para verlo cuando te apetezca.
Buena suerte y que lo disfrutes. Y muy agradecido a Kiko por el trabajo.

El tiempo que hará...