Cuando yo era niño, leíamos unas letrillas en la Escuela que decían: “Cuando de mi patrona voy a la ermita,/ se me hace cuesta abajo la cuesta arriba./ Y cuando bajo y cuando bajo,/ se me hace cuesta arriba la cuesta abajo./Que son sus ojos como luceros/ ¡Ay quién pudiera siempre mirarse en ellos!.!”
Algo así pensaba yo ayer cuando, por la tarde, escribía para evocar a la Virgen y a los caballistas volviendo del santuario. Una multitud ya se habría vuelto en sus vehículos, por la autopista, para tornar a casa. Pero los caballistas irían despacio para el pueblo, como augurando la morriña de todo un año para volver.
A mí me encanta que a la gente le guste celebrar estas manifestaciones de fe, de esperanza y de amor a la Virgen. Es una tradición tan encarnada en nuestro pueblo que los detractores que quieran desarraigarla van a sudar sangre para conseguirlo. Es la fe sembrada por nuestros mayores. Fernando Toscano habla de unos orígenes de 1339, en la batalla de Pagana o de Patrite de los llanos del Jardal, hoy de los Santos, donde las tropas cristianas montaron un campamento, en la antigua vega del morisco Monte Gibr (Alvar), junto a la cañada del Esperón.
Pero debo hacer una confesión. A mí me gusta más el santuario a solas, cuando la Virgen en su camarín espera, con una paciencia infinita, que venga una madre a rezar por su hijo enfermo, que venga un padre en paro a solicitar ayuda, que acuda un joven enganchado a desengancharse, que venga una joven a dar gracias por su trabajo, que un desesperado ponga delante de la Virgen su desesperación, que todos pidamos ser fieles a nuestra fe cristiana.
Ayer la Virgen, después de muchos días de visita al pueblo y de recibir tantas ofrendas de los alcalaínos, se volvió a la ermita para coronar las fiestas con la romería. Dicen que fue un día pletórico. Pero serían las ocho y media, cuando se cerró la ermita; y las nueve y media, cuando se clausuró el santuario. Y quedó la Virgen sola, recogida en su camarín, contemplando, protegiendo y esperando.
No cabe duda que la Virgen de los Santos, como todas las imágenes de la Santísima Virgen, es un icono, es decir, una representación de la madre de Jesús y de nuestra madre. Como tal, la veneramos, la homenajeamos y la amamos. Desde hace siglos, los alcalaínos de todos los tiempos la tienen como patrona y su símbolo más identificativo.
Anoche volvían, por la cuesta de San Antonio y por todos los caminos, los alcalaínos de a caballo de dentro de Alcalá. El día fue espeso, de levante; la noche, clara y fresquita, de poniente. La gente miraba la silueta de Alcalá y no querían volver la vista atrás; la resaca es la resaca. Saben que el próximo domingo pueden volver, en cinco minutos, a la misa de la ermita y a ver a la Virgen. Los niños volverán el lunes al colegio, y yo me iré cualquier día de estos al santuario, a rumiar mis evocaciones y a contar mis sueños. Veré a la Virgen y me daré una vuelta por los olivos, por la cerca, por el cortijo. Subiré al camarín a tocar el manto y comenzaré a ver las primeras hojas caídas del otoño. Y soplará el viento norte tan fino que se llevará las hojas hacia el sur. Y los árboles del camino se volverán pardos y amarillos como vetustos.
JUAN LEIVA
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