lunes, 6 de junio de 2011

EVOCACIONES ALCALAÍNAS - II PARTE

2.- Desde El Puerto de Levante a la Plaza Alta

Conforme se viene por la autopista de Jerez-Los Barrios, la entrada natural de Alcalá es la avenida Puerto de Levante. El viajero deja atrás la carretera de Benalup, con las Oficinas del Aula de la Naturaleza y el Jardín Botánico “El Aljibe”, y toma los dos o tres kilómetros de carretera, que asciende abrazada por una vegetación tupida de árboles, arbustos y matorrales. El viajero ha subido mil veces por el mismo camino, pero siempre espera la más grata sorpresa, el formidable escenario de uno de los pueblos más bellos de la provincia, Alcalá de los Gazules.

Ahí mismo comienza la calle de San Antonio. A la izquierda, restaurantes, bares y el Colegio Público “Juan Armario”, que debe su nombre al alcalde de la ciudad en la década de los 40, época de niño del viajero. A la derecha, bloques de viviendas, una zona residencial, un área comercial y la calle del líder del Andalucismo, Blas Infante. La calle trasciende ahora con el nombre de Avenida de los Alcornocales. Se puede subir en coche hasta la plaza Alta, pero lo mejor es dejar aquí el automóvil e iniciar el ascenso a pie, para no perder detalle. San Antonio ha sido el barrio más clásico de Alcalá, porque recibía a casi todos los visitantes.

La cuesta hacia la plaza Alta se inicia con la calle Diego Centeno. Primitivamente, debió ser el camino obligado para llegar al Ayuntamiento, a la Parroquia, a las monjas, al hospital y a la zona residencial de los caballeros. Los Centeno llegaron de Castilla y Diego Centeno, en el siglo XVI, formó parte de la expedición de Pedro Alvarado al Perú, donde participó en la lucha de Pizarro contra Almagro. En el siglo XVII, llegó el aragonés Roque Centeno, que fue capitán general de las Flotas de Indias y participó en la defensa de Cádiz en 1625, al ser atacada por los ingleses. Después moriría en la más completa indigencia. En El Puerto, el licenciado Alonso Centeno (1647-1648) fue corregidor, con título expedido en la residencia del Duque de Medinaceli de Sanlúcar.

En el nomenclátor de Alcalá, el apellido Centeno era popular. A principios del siglo XX, un descendiente de los Centeno fue alcalde de Alcalá y, tras su muerte, se le dedicó esta calle. En el colegio público de don Manuel Marchante, tuve compañeros que se apellidaban Centeno. En la producción agrícola, había una gramínea, también llamada centeno, con la que se hacía un pan de baja calidad, para pobres, que desapareció con la implantación del trigo. En el comienzo de la calle, a mano izquierda, unos albañiles rehabilitan una vieja vivienda. El viajero se imagina que respetarán la orografía del terreno que empieza aquí mismo. Frente hay un pasaje que se adentra entre viviendas y configuran uno de los clásicos rincones típicos de Alcalá, lleno de paz y de cal. Pensó que tendría salida y nombre, pero los albañiles le dicen que no, que ninguna de las dos cosas, pues se integra en la calle Diego Centeno.

Más arriba, encuentra otro detalle reiterativo en las construcciones alcalaínas, un cantón esquinero que se bifurca en dos calles, Las Brozas, que hace memoria de lo que era el lugar cuando se despojaba de sus flores y plantas silvestres, y la calle Cádiz en honor a la capital. Un gran letrero anuncia un taller donde se hace y se vende algo que no podía faltar en esta tierra de caballeros y ganaderos, productos de la “Guarnicionería Alcalá. Pedro Jiménez”. Desde aquí se divisa un formidable molino sobre cantones centenarios, otro testimonio que no podía faltar del buen pan de Alcalá. A la izquierda, un comercio de esos que abundan hoy en todas partes, “Bazar Raúl”.

Una calleja se va camino de la Constitución y a la Peña del carbón, donde una mujer joven con un niño en los brazos habla con una amiga en la puerta de su casa. El viajero les pregunto cómo se llama el muro que transcurre paralelo a las viviendas, la calle y la que se desliza al frente. Los alcalaínos y las alcalaínas son auténticos cicerones para orientar en este laberinto de calles, de callejones y de rincones: “Esa es la calle Cádiz; y aquella, la Mancebía”. El paseante, en su interior, exclama: “¡Qué nombres tan bellos, Dios mío! Esos los puso el pueblo.”

Son las once de la mañana y en todas las calles hay mujeres sacando lustre a los portales y barriendo las calles. Se diría que aquí no hacen falta barrenderos. Siempre fue así. Esos cuadros costumbristas le transportan a su viejo Alcalá. No hay un papel, ni una bolsa, ni un descuido en calle alguna. ¡Qué limpieza! Más arriba, el viajero descubre cuatro calles nobles: la de Ildefonso Romero; la de San Juan de Ribera, la de Alonso el Sabio, donde se encuentra la Antigua Puerta de la Villa y la Plaza Collado. Las cuatro conservan rasgos de nobleza, un lienzo de muralla, una portada de piedra y el nombre del conquistador de la ciudad.

Desde el paseo que circunda la cumbre de la Coracha, puedo contemplar el valle del Barbate y el del río Fraja. Es media mañana y el silencio sube desde el Prao hasta la cúspide. Dos turistas femeninas no se cansan de sacar instantáneas en sus máquinas de foto. La calle Vereda de San José comienza cuando acaba la calle Cádiz y lleva hasta San Juan de Ribera y Alonso el Sabio por la plaza de Collado. Un repartidor de bebidas reparte cajas y le aclara que las escaleras que bajan por la espalda de Mancebía las han hecho los vecinos y no tiene nombre.

Los trozos del muro van dejando la pista por donde trascendía la muralla que circundaba la vieja ciudad. Una bajada lleva hasta donde se encuentra la que fue la primera parroquia de Alcalá, San Vicente. De ahí toma la calle el nombre y se dirige a la actual iglesia mayor de San Jorge, en la plaza Alta.

El callejón de la izquierda se llama Soledad y desemboca en el mismo Beaterio. La calle de la derecha es la de las Monjas, antiguas clarisas concepcionistas y actual Centro de Estudios SAFA.

Hoy, la Plaza Alta está abarrotada de gente y de automóviles. Son las 12 del mediodía y el pueblo se ha dado cita para despedir a un hombre popular, conocido y querido por todo el pueblo, el municipal Francisco Guerra Jobacho. A sus noventa y tres años, dejaba de existir en el hospital de Algeciras, el día anterior, 2 de junio de 2011. Sus hijos lo trajeron a Alcalá, para depositar sus restos, tal como él habría deseado, “mirando al cielo de Alcalá y descansando sobre sus tierras alcalaínas.”

JUAN LEIVA

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