Si, por ejemplo, consideramos el número tan elevado de incendios
forestales y la considerable extensión de hectáreas que se están destruyendo durante
los meses de julio y agosto, llegamos a la conclusión de que sobrepasan los
límites tolerables para un país que se tiene entre los diez más desarrollados y
potentes del mundo y que debería llevar ya varios meses en operativa y
previsora alerta máxima ante la posibilidad de que acaecieran sucesos de estas
características. Y si, además, en nuestra reflexión añadimos el examen de la deficiente
gestión de las crisis por parte del Gobierno y de la oposición, el resultado es
tan letal que no comprendemos cómo todos no se han puesto a trabajar de manera
inmediata y coordinada para encontrar soluciones eficaces.
La intensa sequía y los voraces incendios de este verano no son temas
menores ni coyunturales. Por eso, desde todos los rincones de nuestra geografía
hemos de clamar demandando unas actitudes responsables, unos comportamientos
solidarios y, sobre todo, una buena gestión, un uso racional del agua y de la
naturaleza, y, sobre todo, una mejor educación ciudadana. La sequía y los
incendios no pueden ser “patrimonio” de demagogias políticas, de
instrumentalizaciones partidistas, de exaltaciones ridículas de particularismos
y de localismos, de enfrentamientos cicateros entre personas y comunidades, ni
de hipotéticos graneros electorales. Ambas cuestiones exigen respuestas
responsables, competentes e inmediatas de los gobernantes, planes técnicos
previsores e inteligentes, dotación de las infraestructuras necesarias,
iniciativas políticas de consenso y de integración, mayor respeto y atención a
los intereses reales de los ciudadanos y mucha menos demagogia, negligencia,
ineptitud y propaganda, por parte de todos.
Calificamos de demagógicas
esas actitudes y esos comportamientos políticos que diariamente ponen de
manifiesto el intento prioritario y permanente de conseguir el afecto popular o
el incremento de adeptos incondicionales. Desde hace ya varios años, asistimos
a una encarnizada disputa que, más que política, tiene en la actualidad aires
de corral de comadres. Tanto los grupos que apoyan al Gobierno como los que
están situados en los bancos de la oposición nos demuestran que confunden el
debate con la maledicencia y la polémica con el garrotazo verbal. Todos hemos
comprobado cómo el hemiciclo parlamentario se convierte muchas veces en
gallinero alborotado y en graderío airado de cualquier ultrasur balompédico. Si
entendemos la política como la define el Diccionario de la Lengua Española -"el
arte de gobernar los pueblos y de conservar el orden y las buenas
costumbres"- deberíamos exigir que los políticos no sólo antepusieran el
servicio al bien común sobre sus intereses partidistas o personales, sino
también que dieran ejemplos de corrección en sus palabras, en sus gestos y en
sus comportamientos. No es posible que pretendan conservar el orden y las
buenas costumbres quienes, al mismo tiempo que presumen de representar la
voluntad popular, caen en el sectarismo, en el insulto, en la chocarrería e,
incluso, en la mentira. Aunque es cierto que el debate y la discusión son
herramientas políticas que ayudan a lograr acuerdos beneficiosos y a adoptar
decisiones favorables para el bien común de los ciudadanos, también es verdad que
los discursos construidos con hirientes
insultos contra los adversarios y con halagadoras promesas dirigidas a
los electores, socavan los cimientos de la democracia. Ya Platón nos advertía
que nos defendiéramos de los demagogos que, para conservar el poder, pretenden curar al enfermo sin dolor, sin
ejercicios y sin dietas.
José Antonio Hernández Guerrero
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