En más de una ocasión me he referido a los profundos sentimientos de
respeto, de admiración y de gratitud que me inspiran los médicos por su
dedicación a la noble vocación de curar a los enfermos. Ante los cirujanos
adopto, además, una actitud de veneración casi religiosa y los anestesistas me
infunden unos íntimos afectos de cariño parecidos a los que experimento ante
los comportamientos de esas gentes buenas que se consagran a aliviar los
dolores y a suavizar los sufrimientos que genera la vida humana. La generosidad
y, sobre todo, la delicadeza de estas mujeres y de estos hombres resultan más
ejemplares en un mundo en el que no escasean los ciudadanos que se empeñan en
causar daño y en hacer sufrir a todos con los que conviven. ¿Se han fijado cómo
nos da la impresión de que algunos profesores disfrutan suspendiendo a los
alumnos y algunos jueces ser regodean condenando a los acusados? ¿Han advertido
cómo algunos policías adoptan expresiones de satisfacción cuando ponen una
multa, cómo algunos periodistas presumen de “dar caña” e, incluso, cómo algunos
curas se entusiasman enviando almas al infierno?
Los anestesistas, por el contrario, se comportan de una manera parecida a
esas nobles personas que, desde convicciones ideológicas, éticas o religiosas
diferentes, entregan sus vidas a unas tareas que sirven para mejorar las vidas
de los seres que sufren. Es cierto que ellos no curan las enfermedades, no
extirpan tumores, no reducen las fracturas óseas ni eliminan los virus, pero
también es verdad que, bloqueando la sensibilidad o disminuyendo la conciencia,
hacen posible que el organismo soporte las agresiones de la cirugía o las
molestias de las medicinas y que los enfermos recuperen la salud.
A veces pienso que sería conveniente solicitar la presencia de un
anestesista en muchos trances de la vida que nos resultan tanto o más dolorosos
que las intervenciones quirúrgicas. Ésta es la función que cumplen de una
manera muy eficaz los amigos, aquellas personas que saben acompañarnos en los
momentos especialmente duros y que, con su acogedora presencia, con su palabra
oportuna o con su silencio reconfortante, suavizan los ineludibles sufrimientos
de la existencia humana. No se trata de que resten importancia a las dolencias,
nos disimulen los males o de que nos cierren los sentidos a la cruda realidad,
sino de que nos ayuden a sobrevivir descubriéndonos unas vías de salida hacia
unos horizontes más diáfanos y más despejados. Y es que, como todos sabemos por
propia experiencia, en algunos lances penosos de nuestra existencia, los calmantes
nos resultan imprescindibles para soportar la vida y los sedantes nos ayudan a
sobrevivir o, al menos, a resistir sin tirar la toalla.
Es cierto que algunos masoquistas están convencidos de que el dolor por
sí mismo es un valor que hemos de cultivar porque nos proporciona la salvación
y la felicidad; por eso nos animan para que disfrutemos con nuestro propio
sufrimiento, para que nos autoflagelemos, para que nos provoquemos daño físico,
nos lastimemos, nos pinchemos e, incluso, nos mutilemos. En mi opinión, por el
contrario, el dolor, sólo es un
aldabonazo que nos señala la existencia de un mal que hemos de eliminar. Pero
cuando ya conocemos el diagnóstico, cuando ya estamos advertidos de la amenaza
de algún daño, el mejor servicio que podemos prestar al que sufre es aliviarle
el dolor facilitándole el uso de analgésicos y de calmantes que, aunque no curen,
alivien los dolores del cuerpo, suavicen los sufrimientos del espíritu y, sobre
todo, proporcionen al enfermo una atención integral. No deberíamos olvidar que
las dolencias físicas de los seres humanos engendran unos trastornos
emocionales que exigen delicados cuidados psicológicos y adecuados tratamientos
espirituales.
José Antonio Hernández Guerrero
0 comentarios:
Publicar un comentario