sábado, 24 de noviembre de 2012

ANESTESISTAS


                                                   
En más de una ocasión me he referido a los profundos sentimientos de respeto, de admiración y de gratitud que me inspiran los médicos por su dedicación a la noble vocación de curar a los enfermos. Ante los cirujanos adopto, además, una actitud de veneración casi religiosa y los anestesistas me infunden unos íntimos afectos de cariño parecidos a los que experimento ante los comportamientos de esas gentes buenas que se consagran a aliviar los dolores y a suavizar los sufrimientos que genera la vida humana. La generosidad y, sobre todo, la delicadeza de estas mujeres y de estos hombres resultan más ejemplares en un mundo en el que no escasean los ciudadanos que se empeñan en causar daño y en hacer sufrir a todos con los que conviven. ¿Se han fijado cómo nos da la impresión de que algunos profesores disfrutan suspendiendo a los alumnos y algunos jueces ser regodean condenando a los acusados? ¿Han advertido cómo algunos policías adoptan expresiones de satisfacción cuando ponen una multa, cómo algunos periodistas presumen de “dar caña” e, incluso, cómo algunos curas se entusiasman enviando almas al infierno?  
Los anestesistas, por el contrario, se comportan de una manera parecida a esas nobles personas que, desde convicciones ideológicas, éticas o religiosas diferentes, entregan sus vidas a unas tareas que sirven para mejorar las vidas de los seres que sufren. Es cierto que ellos no curan las enfermedades, no extirpan tumores, no reducen las fracturas óseas ni eliminan los virus, pero también es verdad que, bloqueando la sensibilidad o disminuyendo la conciencia, hacen posible que el organismo soporte las agresiones de la cirugía o las molestias de las medicinas y que los enfermos recuperen la salud.
A veces pienso que sería conveniente solicitar la presencia de un anestesista en muchos trances de la vida que nos resultan tanto o más dolorosos que las intervenciones quirúrgicas. Ésta es la función que cumplen de una manera muy eficaz los amigos, aquellas personas que saben acompañarnos en los momentos especialmente duros y que, con su acogedora presencia, con su palabra oportuna o con su silencio reconfortante, suavizan los ineludibles sufrimientos de la existencia humana. No se trata de que resten importancia a las dolencias, nos disimulen los males o de que nos cierren los sentidos a la cruda realidad, sino de que nos ayuden a sobrevivir descubriéndonos unas vías de salida hacia unos horizontes más diáfanos y más despejados. Y es que, como todos sabemos por propia experiencia, en algunos lances penosos de nuestra existencia, los calmantes nos resultan imprescindibles para soportar la vida y los sedantes nos ayudan a sobrevivir o, al menos, a resistir sin tirar la toalla.   
Es cierto que algunos masoquistas están convencidos de que el dolor por sí mismo es un valor que hemos de cultivar porque nos proporciona la salvación y la felicidad; por eso nos animan para que disfrutemos con nuestro propio sufrimiento, para que nos autoflagelemos, para que nos provoquemos daño físico, nos lastimemos, nos pinchemos e, incluso, nos mutilemos. En mi opinión, por el contrario,  el dolor, sólo es un aldabonazo que nos señala la existencia de un mal que hemos de eliminar. Pero cuando ya conocemos el diagnóstico, cuando ya estamos advertidos de la amenaza de algún daño, el mejor servicio que podemos prestar al que sufre es aliviarle el dolor facilitándole el uso de analgésicos y de calmantes que, aunque no curen, alivien los dolores del cuerpo, suavicen los sufrimientos del espíritu y, sobre todo, proporcionen al enfermo una atención integral. No deberíamos olvidar que las dolencias físicas de los seres humanos engendran unos trastornos emocionales que exigen delicados cuidados psicológicos y adecuados tratamientos espirituales.       


José Antonio Hernández Guerrero

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