Los rápidos y profundos cambios que, en estos comienzos del nuevo
milenio, se están produciendo en la economía, en la política y en la cultura,
son parecidos -según afirman acreditados autores- a las alteraciones
neuropsiquiátricas que padecen los ciudadanos que han sufrido los síntomas de
estrés postraumáticos como, por ejemplo, los desastres de la naturaleza o las calamidades
de una guerra. Nuestra sociedad se siente angustiada por una inquietante
ansiedad y permanece en un constante estado de aprensión, de tensión, de
desasosiego, de preocupación y de desproporcionado temor.
En amplios sectores de la clase política observamos unos comportamientos
excesivamente violentos que generan, no sólo en los adversarios, sino también
en los miembros de sus propios partidos, unas hondas heridas que dejan una
impresión duradera y, a veces, indeleble. Frecuentemente estas lesiones se
expanden y ocasionan unas profundas fracturas en el conjunto del cuerpo social.
Si prestamos un poco de atención a los comportamientos de los líderes, podemos
advertir unas claras manifestaciones de fobias, de pensamientos obsesivos, de
síntomas depresivos, de pánico e, incluso, de alucinaciones y de delirios. Es
frecuente que nuestros dirigentes sean víctimas de altos niveles de sospecha y
de desconfianza, y que algunos manifiesten su profunda desilusión -próxima a la
depresión- por creerse víctimas del odio, de los celos y de los resentimientos
de sus colegas.
Si nos fijamos en las actitudes
de algunos artistas e, incluso, en los comportamientos de algunos profesionales
de la comunicación, descubriremos un irreprimible narcisismo, una incontrolable
necesidad de sentirse importantes, exitosos y admirados por todo el mundo.
Muchos actúan como si fueran protagonistas únicos y superestrellas merecedoras
de permanentes ovaciones. Fíjense, por ejemplo, en aquellos que, aunque afirman
que no les importan los sentimientos y los resentimientos ajenos, siempre están
celosos de los éxitos de otras personas.
En mi opinión, a todos nos vendría muy bien la acción terapéutica de
psiquiatras sociales que nos trataran esa creciente variedad de traumas
colectivos de
una sociedad que se siente desamparada por sufrir múltiples psicopatologías
como, por ejemplo, la profunda sensación de desamparo, el progresivo
aumento de fervores nacionalistas, los fanatismos religiosos, las incontrolables
ludopatías, los abusos de menores, la explotación y las agresiones sexuales y la
violencia doméstica, escolar y laboral.
Es en este contexto donde hemos de situar el
uso y el abuso del alcohol y de las drogas como escondite o como cauce para
escapar de un modelo contradictorio de sociedad que, hipertrofiada, se siente
insatisfecha y hastiada. No podemos olvidar que las experiencias humanas del
sufrimiento, del mal, de la opresión, de la infelicidad, del odio, del dolor
tácito o patente, del abuso de poder o del terror constituyen la base y la fuente
de esa negación fundamental que pronuncian muchos seres humanos a este mundo
inhumano. Este trauma retarda el florecimiento del ser, estrangula
nuestros intentos para seguir adelante con nuestras vidas, nos desconecta de
nosotros mismos, de los otros, de la naturaleza y del espíritu. Éste
es el momento oportuno para que los intelectuales salgan de sus perplejidad, de
su indiferencia y de su silencio, y se decidan a ayudarnos para, en vez de evadirnos
de los conflictos o -lo que es aún peor- justificar el estado de cosas,
salgamos del vacío y restablezcamos entre todos un orden de confianza y de
anhelo de vida.
José Antonio Hernández Guerrero
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