martes, 21 de enero de 2014

EVOCACIÓN ALCALAÍNA - MI BARBERO DE ALCALÁ

Siento especial empatía por el barbero de mi niñez. Eso me ocurre desde pequeño, cuando iba a pelarme. Mi padre tenía seis hijas y siete hijos. Cuando me tocaba el turno, me mandaba a la barbería para que me arreglara el pelo. A mí me gustaba ir a la barbería solo, porque, a mis nueve años, era como ser un “hombrecete”. Me encantaba ver un jilguero en una jaula que cantaba todo el tiempo. Y también me gustaba que el barbero me dijera: “Siéntate en el taburete alto; agacha un poquito la cabeza; no te muevas, que no te corto la oreja; si te pican los pelos, me lo dices; tienes los pelos tiesos, te los voy a mojar un poquito…”  Yo lo veía por el espejo y le hablaba en esa dirección, pero él se colocaba detrás de mí y hablaba con el espejo. Su cara bondadosa me daba confianza, y cuando me picaban los pelos que deslizaban por el cuello, no protestaba. Se llamaba Siles, pero todos le decíamos “El barbero”.

Siles tenía la barbería en la  Alameda de la Cruz, donde jugábamos los niños por la tarde, en la misma casa donde sigue estando la barbería actual o muy cerca de ella. En la barbería se hablaba de todo y muchas personas iban a informarse de lo que había pasado el día anterior. La ocupación del barbero  era muy amplia, desde afeitar, cortar el cabello y hacer el peinado, hasta dar las noticias del día. Era como un lugar social, de información y de discusión pública, porque allí todo el mundo se sentía con derecho a protestar del Ayuntamiento. También formaba la identidad masculina, porque Siles decía: ”Las niñas van a la peluquería, y los niños a la barbería”.

El barbero desempeñaba, además, otras funciones: tenía que barrer cada vez que acababa el servicio de un cliente; cogía la escoba para que no se acumularan los pelos en el suelo; vendía colonias, tintes, champúes, pomadas y otros productos. Muchas personas mayores se afeitaban la barba cada tres o cuatro días. Siempre había gente esperando o leyendo el periódico. A veces, a Siles, que ya era mayor, se le iba la mano y le hacía sangre al cliente con la navaja. Entonces cogía una piedrecita y la pasaba varias veces por el corte y se paraba la sangre. Era como una piedra milagrosa. Siles decía: “Nada, ya está curado” Después he sabido que era una piedra volcánica y esponjosa que cortaba la sangre. También era sacamuelas, porque en el pueblo no había cirujano y el médico consentía que Siles sacara las muelas o hiciera curaciones menores. Lo hacía con gran habilidad y le daba un enjuague al paciente para la sangre y el dolor.

Pero su principal habilidad estaba en cortar el pelo. Pasaba el peine y cortaba el cabello todo por igual con gran agilidad. Hacía sonar las tijeras con rapidez, abriéndola y cerrándola como si fuera un instrumento músical. Después le preguntaba al cliente si quería el corte a la moda o “como siempre”. Los jóvenes pedían la moda, pero los mayores decían: “Como siempre”. En la repisa del espejo había tarros de perfume, de brillantina y de laca, llenos y vacíos.

Un día fui a pelarme, pero la puerta de la barbería estaba cerrada. Me resultó raro y triste, porque la barbería era lo primero que se abría cada día, de lunes a sábado. Un papel pegado en la puerta decía: “Cerrado por defunción”. Le pregunté a un hombre: ¿Qué es eso?”. “Es que se ha muerto la mujer de Siles”. Fui al otro día y Siles daba compasión. Estaba muy triste y no me decía nada. Ni siquiera cantaba el jilguero. Yo estaba deseando que terminara cuanto antes, porque aquella no era mi barbería, ni Siles mi barbero. 



JUAN LEIVA
                                                                                                            




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