Al entrar en Alcalá por San
Antonio, a mano izquierda, sale una calle rozando el Colegio “Juan Armario”.
Esa calle lleva al campo y, como un
formidable lienzo que baja del cielo, aparece una gruesa y maciza torre de un
molino, que se conserva intacto, pero que ha perdido sus cuatro brazos Y su
techo; es decir, las aletas que impulsaban el viento para triturar con su muela
las aceitunas o el trigo. A mí se me antoja que es un monumento que permanece
erguido frente al ”Dios Viento”, que cada año visita puntualmente a Alcalá y a Medina.
Es otro de los símbolos de nuestro pueblo: tras el Levante, la nubosidad.
¡Sabe Dios de dónde vienen esos
furiosos vientos que azotan cada año nuestras tierras, nuestras casas, nuestros
bosques…! Los niños lo llamábamos
“Levante”, viniera de donde viniera, pero los mayores miraban las veletas, los
árboles y el humo de las chimeneas, como señal irrebatible del camino que traían los vientos
hasta llegar a Alcalá. Después, don Manuel Marchante nos explicaba que, para
los griegos, el Viento era un dios llamado Eolo”. Eolo fue hijo de Helén y de
Orséis. Se le describe como rey de la Eólida de la nación griega. En la Eneida
de Virgilio, Juno le ofrece a la ninfa Deyopea como esposa, a cambio de enviar
sus vientos a la flota de Eneas, para impedir que desembarcasen en Italia.
Ahora, cuando vemos plagados de molinos
eólicos nuestros campos, recordamos lo del dios griego.
Nosotros creíamos que los vientos venían de La
Línea, de Gibraltar, de Algeciras y de Tarifa; es decir, del Estrecho, pero
venían de mucho más lejos, de los mares de Levante, de los mares de Alborán,
por donde se levanta el sol cada mañana. En las vegas lo suelen llamar
“solano”, porque vienen con sol y la
calor. El viento es un formidable regalo de la Naturaleza: una energía, un
empuje, una fuerza renovable en cada estación, una riqueza gratuita de la que
se han apoderado las eléctricas. Muy pocos fenómenos superan la fuerza de los
vientos; sólo dos: el mar y los terremotos.
Sin embargo, las niñas y niños de
Alcalá nos aliábamos con los vientos de Levante para jugar. Subíamos a la Plaza
Alta y nos poníamos en la bocana del antiguo hospital, donde tenía la Virgen de
los Santos un altar. Nos poníamos en cruz y medíamos nuestra fuerza con el
viento. Casi siempre terminábamos vencidos. Otras veces nos llevábamos pelotas
de goma y jugábamos contra el viento. Volvíamos renovados y reforzados de la
fuerza eólica.
Para los alcalaínos sólo había
dos fuerzas considerables: Levante y Poniente. El Levante, cuando se encolerizaba, era
caluroso, fuerte; lo arrastraba todo, incluso los árboles, la tierra y a las
mismas las personas. El Poniente era
benigno, suave e incluso frío, pero inconstante. Los más extremosos eran el Sur
ardiente, y traía hasta arenas del
desierto. El Norte era frío y helador. A veces, los picos de Grazalema y la
Pilita de la Reina aparecían cubiertos de nieve.
Aquellas noches de Levante oíamos
el chirriar de las ventanas intentando parar el viento. No lo veíamos, pero lo
sentíamos y nos traían una especie de
depresión melancólica, de abatimiento,
pero cerrábamos los párpados y dormíamos a pierna suelta. ¡Qué levantes
aquellos de Alcalá!
JUAN LEIVA
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