Medimos mejor el tiempo
cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto. ¿Recuerdan con qué
intensidad vivimos, por ejemplo, los minutos añadidos en un partido de fútbol o
de baloncesto? A medida en que
comprobamos que se acorta la longitud del hilo vital, lo ensanchamos y, cuando
advertimos que sólo nos queda una copa, la paladeamos con mayor fruición. Por
el contrario, hay que ver cómo desperdiciamos el tiempo cuando creemos que
vamos a ser eternos, cuando desconocemos los bordes, cuando ignoramos dónde
están las orillas del océano -ese vasto espejo del ser humano- que,
ingenuamente, creíamos infinito. Y es que el éxito estriba, más que en poseer
mucho, en administrar adecuadamente las pertenencias por muy exiguas que nos
parezcan. Hemos de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a
los episodios por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si
sabemos que pronto se esfumarán, unas palabras amables, una sonrisa
complaciente, un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos
inmerecidos.
La marcha imparable de la
edad, el cercano aliento de la enfermedad o la proximidad siempre inmediata de
la muerte nos inducen a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con
la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha relajada de una
melodía. El paso imparable del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos
y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad puede ser un ansia
suprema y un placer intenso. Lo malo es que, sin apenas advertirlo,
despilfarramos el enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que
nos proporcionan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples
quehaceres habituales.
José Antonio
Hernández Guerrero
0 comentarios:
Publicar un comentario