jueves, 26 de marzo de 2015

LA SEMANA DEL DOLOR


La Semana Santa está impregnada de dolor. Desde el Viernes  de Dolores hasta el Viernes de Pasión,  son ocho días para contemplar los dolores  de la Pasión de Cristo y de su madre la Virgen Santísima. Las iglesias abren sus puertas para el besamano de las Vírgenes y el besapié de los Cristos. Las mismas calles están imbuidas de dolores, olores y sonidos de Semana Santa. Incluso las vestimentas de los mayores y de los penitentes ya se preparan para irradiar dolor.

El dolor de Cristo y de su madre deberían ser la gran lección para los humanos, pero el dolor tiene hoy mala prensa. No encontramos motivos para soportarlo y nos gastamos fortunas buscando medios  para combatirlo. Los mismos hospitales cuentan hoy con lo que se ha venido en llamar la clínica del dolor. No cura, pero engaña al dolor. Es una trampa peligrosa, porque con frecuencia los medios no pueden llegar a eliminar la dimensión moral del dolor.  Amamos la comodidad, la ausencia de molestias, los sufrimientos, los esfuerzos físicos, porque no soportamos el dolor.

De ahí que nos hemos convertido en una sociedad débil, porque las técnicas y los métodos para evitar el sufrimiento, nos acarrean a veces efectos paradójicos, contrarios; es decir, no consiguen sino disminuir nuestra capacidad para aguantarlos. Buscamos placeres y satisfacciones rápidas, pero la realidad es que multitud de todas las edades tienen que convivir con el dolor. El rostro de Cristo en la pasión debería llevarnos al rostro de los humanos que sufren. 

En una sociedad en que la felicidad es el bienestar y la ausencia de molestias, las razones para afrontar el dolor no existen. Lo único que se ve como adecuado es la eliminación del sufrimiento, la eliminación del problema, y el miedo a que se  nos plantee un callejón sin salida o la falta de soluciones para todos. Si el sufrimiento no cabe en nuestra sociedad, tampoco cabe el enfermo, porque se le incapacita para afrontar el dolor. Y, si no se afronta el dolor, tampoco se les capacita para soportar el padecer y aceptar el sufrimiento.

La paradoja consiste en que escapando del dolor, lo encontramos donde no lo esperábamos, en nuestra propia debilidad ante las dificultades ordinarias de la vida, que se vuelven insoportables, sin motivos para sufrir y desarmados ante el dolor. La cultura actual es ciega para el dolor, le vuelve la espalda y quiere sustituirlo por el placer, una cultura que acepta sólo el lado placentero de la vida. La eutanasia es una escapatoria del placer ante la vida. Por eso, hoy más que nunca es necesaria la respuesta a estas preguntas: ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Sirve para algo? ¿Puedo hacer algo más que huir de él? ¿Puede tener algún sentido una vida llena de sufrimiento?

Lo primero que habría que hacer con el dolor es aceptarlo: es el momento dramático de la existencia. Las culturas de todos los tiempos han asumido este drama del dolor y lo han transformado en actitudes, gestos y ritos, según la gravedad del suceso, sirviendo para expresar los sentimientos que nos embargan. Lo dramático no es lo teatral, sino la expresión cultural o artística del dolor. El que se sobrepone a su dolor, sube más alto, porque  lo transforma en actitud de aceptación y en una tarea más libre respecto de las circunstancias. La fe nos ayuda a aceptar el dolor e incluso la muerte. Porque no tememos a la muerte, tenemos miedo al dolor y al vacío.                                                                               


Juan Leiva









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