La Semana Santa está impregnada
de dolor. Desde el Viernes de Dolores
hasta el Viernes de Pasión, son ocho
días para contemplar los dolores de la
Pasión de Cristo y de su madre la Virgen Santísima. Las iglesias abren sus
puertas para el besamano de las Vírgenes y el besapié de los Cristos. Las
mismas calles están imbuidas de dolores, olores y sonidos de Semana Santa. Incluso
las vestimentas de los mayores y de los penitentes ya se preparan para irradiar
dolor.
El dolor de Cristo y de su madre
deberían ser la gran lección para los humanos, pero el dolor tiene hoy mala
prensa. No encontramos motivos para soportarlo y nos gastamos fortunas buscando
medios para combatirlo. Los mismos
hospitales cuentan hoy con lo que se ha venido en llamar la clínica del dolor. No
cura, pero engaña al dolor. Es una trampa peligrosa, porque con frecuencia los
medios no pueden llegar a eliminar la dimensión moral del dolor. Amamos la comodidad, la ausencia de
molestias, los sufrimientos, los esfuerzos físicos, porque no soportamos el
dolor.
De ahí que nos hemos convertido
en una sociedad débil, porque las técnicas y los métodos para evitar el
sufrimiento, nos acarrean a veces efectos paradójicos, contrarios; es decir, no
consiguen sino disminuir nuestra capacidad para aguantarlos. Buscamos placeres
y satisfacciones rápidas, pero la realidad es que multitud de todas las edades tienen
que convivir con el dolor. El rostro de Cristo en la pasión debería llevarnos
al rostro de los humanos que sufren.
En una sociedad en que la
felicidad es el bienestar y la ausencia de molestias, las razones para afrontar
el dolor no existen. Lo único que se ve como adecuado es la eliminación del
sufrimiento, la eliminación del problema, y el miedo a que se nos plantee un callejón sin salida o la falta
de soluciones para todos. Si el sufrimiento no cabe en nuestra sociedad,
tampoco cabe el enfermo, porque se le incapacita para afrontar el dolor. Y, si
no se afronta el dolor, tampoco se les capacita para soportar el padecer y aceptar
el sufrimiento.
La paradoja consiste en que
escapando del dolor, lo encontramos donde no lo esperábamos, en nuestra propia
debilidad ante las dificultades ordinarias de la vida, que se vuelven insoportables,
sin motivos para sufrir y desarmados ante el dolor. La cultura actual es ciega
para el dolor, le vuelve la espalda y quiere sustituirlo por el placer, una
cultura que acepta sólo el lado placentero de la vida. La eutanasia es una escapatoria
del placer ante la vida. Por eso, hoy más que nunca es necesaria la respuesta a
estas preguntas: ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Sirve para algo? ¿Puedo hacer
algo más que huir de él? ¿Puede tener algún sentido una vida llena de
sufrimiento?
Lo primero que habría que hacer
con el dolor es aceptarlo: es el momento dramático de la existencia. Las
culturas de todos los tiempos han asumido este drama del dolor y lo han
transformado en actitudes, gestos y ritos, según la gravedad del suceso, sirviendo
para expresar los sentimientos que nos embargan. Lo dramático no es lo teatral,
sino la expresión cultural o artística del dolor. El que se sobrepone a su
dolor, sube más alto, porque lo
transforma en actitud de aceptación y en una tarea más libre respecto de las
circunstancias. La fe nos ayuda a aceptar el dolor e incluso la muerte. Porque
no tememos a la muerte, tenemos miedo al dolor y al vacío.
Juan Leiva
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