Los
hechos nos confirman que los años ya vividos y las experiencias acumuladas
constituyen, más que tiempo gastado, un capital de recursos efectivos, de
fértiles cosechas y de frutos maduros que, si los administramos con habilidad,
están disponibles para que los aprovechemos y para que extraigamos todos sus
jugos. Si seguimos aprovechando el tiempo, si cultivamos con esmero las
semillas que encierran cada uno de los episodios vividos -tanto los gratos como
los desagradables, tanto los exitosos como los frustrantes-, es probable que
germinen y nos proporcionen conocimientos útiles y beneficiosos.
En
contra de todas las apariencias, si nos empeñamos, es posible que los caminos ya recorridos nos descubran unos
horizontes vitales más diáfanos, nos abran nuevas puertas y nos rompan ataduras
convencionales. Maduramos humanamente cuando ensanchamos nuestra libertad para
acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para
realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable,
necesario y, por lo tanto, posible.
Sin
caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar las fórmulas eficaces para evitar
que la desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con
colores lúgubres, y, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos
y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en
medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para
resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización
en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos los
gérmenes vitales –esa fe, esa esperanza y ese amor- que laten en el fondo de la
existencia humana.
José Antonio Hernández Guerrero
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