Uno de los síntomas de la
madurez humana es, paradójicamente, la lúcida aceptación de los propios
límites, la conciencia de nuestra finitud, de la limitación espacial, temporal
y mental de nuestras vidas. Es el reconocimiento sereno de ese conjunto de
lugares cercados, de momentos finitos y de vacilantes pensamientos que
constituyen nuestra trayectoria vital. Hemos de asumir que la finitud es el
límite infranqueable de nuestra existencia y que, en consecuencia, por muy
“listos”, “preparados” o “inteligentes” que nos creamos, nuestras capacidades intelectuales
son muy limitadas. Pero, al mismo tiempo, hemos de aclarar que la verificación
de estas limitaciones no implica necesariamente que nuestros anhelos crecientes
y nuestras ansias ilimitadas estén destinados al fracaso.
Podríamos incluso afirmar
que, sea cual sea nuestra edad, hemos de reconocer que nunca abandonamos la
niñez pero teniendo muy en cuenta que este proceso de recuperación de la
infancia, no es la vuelta a un infantilismo ingenuo, a una cándida puerilidad
ni el cultivo de la inmadurez humana; sino la construcción -la reconstrucción-
de esa lucidez que nos hace profundizar en el sentido de los valores
fundamentales como el amor y que nos abre los ojos para que reconozcamos
nuestra pequeñez y nuestra grandeza.
José Antonio Hernández Guerrero
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