Una cosa es –como afirmé la semana pasada- “tender puentes” y
otra muy diferente “pontificar”. Ya sé que el oficio de pontífice -constructor
de puentes-, por influencia de la cultura romana que denominaba a los
emperadores “pontifices maximi”, en la actualidad se considera como un título
honorífico o, lo que es peor, como una insignia de poder. En mi opinión, en
cada una de las parcelas familiares, profesionales, sociales y políticas,
estaría bien que evitáramos caer en esa tentación tan frecuente de
“pontificar”, de tratar de imponer nuestras opiniones, como si habláramos “ex
cathedra”, como si expusiéramos un dogma divino sin aceptar discusiones. La
comparación de los puentes, sin embargo, puede ser adecuada si tenemos en
cuenta que estos artefactos acercan las dos riberas sin necesidad de que cada
una de ellas se difumine y pierda su identidad. Sí: hemos de levantar el puente
de la colaboración, de la armonía y de la paz.
Teniendo en cuenta que el bienestar y el malestar poseen
también dimensiones temporales y que, por lo tanto, ocurren, empiezan, terminan
y pasan, vuelven a aparecer, se repiten y se recuerdan o se olvidan, deberíamos
preguntarnos de manera permanente qué podemos hacer para evitar que los
episodios negativos nos dañen demasiado. En mi opinión, deberíamos reconocer
que, para contactar, conectar y comunicarnos con los otros, no son suficientes
las ideas, las razones y las palabras sino que, además, hemos de sintonizar con
sus sensaciones, con sus emociones e, incluso, con sus intereses: hemos
desarrollar nuestra capacidad de conmovernos, la facultad de sentir las
alegrías, las esperanzas, los temores y, sobre todo, el sufrimiento encerrado
en el corazón de nuestros interlocutores. Lo expreso de una manera más
concreta: hemos de adquirir el hábito de ponernos en el lugar de los otros.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
0 comentarios:
Publicar un comentario