El amor es una de las experiencias humanas más paradójicas.
A pesar de que, por ser el impulsor central de la vida personal y la fuente
nutricia de la supervivencia colectiva, ha sido uno de los objetos de estudio
predilectos de todas las ciencias humanas y uno de los asuntos preferidos por
todos los lenguajes artísticos, su naturaleza íntima y su complejo
funcionamiento siguen siendo misteriosos. Es un concepto anfibio, fabricado en
parte por imágenes creadas por poetas y, en parte, por abstracciones sutiles
elaboradas por filósofos.
Se ha representado por una imaginería fracturada y
heterogénea, y se ha definido por reiterados tópicos que, elaborados desde el
comienzo de nuestra civilización, se siguen usando de manera permanente y
universal. Sus manifestaciones -construidas a veces mediante una ingenua
simplificación- se han cifrado en mitos y en utopías, han sido celebradas,
sacralizadas, dramatizadas y, al mismo tiempo, frivolizadas, ridiculizadas,
burladas y parodiadas.
En la teoría, todos reconocemos que es la clave que
interpreta todos los enigmas humanos y la fórmula que resuelve todos los
problemas de la convivencia pero, en la práctica, no lo aplicamos con la
coherencia ni con la asiduidad que sería de esperar. A veces, temiendo que nos
ciegue y nos despiste, neutralizamos su posible influencia e, incluso, actuamos
en contra de sus dictados. Es frecuente, también, que lo cubramos de apariencias
rígidas, que lo disimulemos con máscaras grotescas, para evitar que los demás
adviertan su poderosa influencia.
En contra de las explicaciones que lo definen como un mero
impulso expansivo, como una fuerza generosa o como una donación gratuita,
constituye el procedimiento que más nos enriquece personalmente, el que más
sufrimientos nos genera y el que más goces nos proporciona. Nos hace fuertes y
valientes, y, al mismo tiempo, vulnerables y cobardes. A pesar de que sabemos
que es el capital más rentable, solemos invertir en él nuestros recursos con
una asombrosa parquedad.
A veces, por confundirlo con el gusto, con el interés, con
el deseo o con la pasión, afirmamos que el amor es ciego, incontrolable y, por
lo tanto, imposible de orientar, de frenar o de estimular, pero todos sabemos
que algunas personas u objetos han sido los destinatarios de nuestro amor,
aunque no hayan despertado nuestras apetencias o aunque no nos resulten
atractivas, agradables ni beneficiosas.
En ocasiones, la debilidad, la pobreza o la insignificancia
son los estímulos que han inspirado el amor. El amor, a nuestro juicio, no es
un impulso irracional como los instintos o las querencias de los animales sino,
por el contrario, una energía vital, mágica y luminosa que podemos orientar
racionalmente, guiados por principios ideológicos, aplicando criterios éticos y
siguiendo pautas racionales.
Amamos a nuestros hijos o a nuestros padres, no porque sean
buenos, simpáticos o agradecidos. El amor, efectivamente, es la única clave
inexplicable que es capaz de dotar de sentido al “sinsentido”; es un vínculo
paradójico: además de una necesidad, es una obligación y, además de un don, es
un buen negocio. Estoy convencido de que es la única flor que no se pudre, la
única cosecha que el tiempo no calcina ni los vientos esparcen sus restos por
muy sutiles que sean. El amor, cuando es auténtico, es una chispa eterna y un
fuego inextinguible que nunca se convierten en cenizas. Quizás el secreto de su
supervivencia y de su fecundidad estribe en que más que río caudaloso -más que
hinchazón o brillo, más que volcán o rayo- es una corriente subterránea que
nutre.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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