¿Recuerdas -querido
amigo Agustín?- cómo, durante, al menos, la segunda mitad del siglo veinte,
quizás como reacción inevitable a los rigores de la Dictadura, los “progres”
tachábamos de moralina cualquier referencia a la bondad, a la virtud, al
respeto, al orden o a la disciplina? Es posible que dicha respuesta adolescente
se haya hecho crónica en algunos de los ya maduritos y explique, en parte, el
menosprecio, más o menos explícito, de los valores y de las exigencias morales.
¿No es cierto que, a veces, nos da cierto pudor confesar de manera descarada
que apreciamos los comportamientos honestos, rectos y virtuosos de las personas
coherentes e íntegras? ¿No es verdad que nos resulta pueril reconocer que el
valor supremo de un ser humano es la bondad?
Otra de las
consecuencias de aquel comprensible rechazo puede ser la simplificación ingenua
o el empobrecimiento dañino de la moral: el olvido de que, si mutilamos el
cuerpo de los principios éticos, se resiente todo el equilibrio individual y se
derrumba, incluso, la estructura de la vida social y de las pautas políticas:
nos hacemos más crueles y más vulnerables. No podemos perder de vista que la moral
posee diversos contenidos complementarios ni debemos olvidar que, cuando
prescindimos de cualquiera de ellos, se devalúan los demás valores personales y
colectivos.
Para explicarnos de una
manera más concreta podríamos hacernos una pregunta: ¿Por qué hay hambre en el
mundo? Todos sabemos que, en la actualidad, hay superabundancia de alimentos y
que, por lo tanto, el hambre es remediable. La FAO dice que la agricultura mundial
permitiría alimentar a más de 15.000 millones de personas, el doble de la
actual población del planeta. ¿No piensas tú que si, además de las teorías
económicas, de los adelantos científicos y de los inventos tecnológicos,
aplicáramos las normas de la moral, se paliarían de manera notable muchos de
esos problemas que, como la miseria y hambre, claman al cielo y constituyen la
verdadera amenaza para la paz?
A veces tratamos de
tranquilizarnos diciéndonos que somos víctimas de un proceso de transición en
el que una moral anticuada está cediendo su lugar a otra emergente, pero el
hecho comprobable es que determinadas actitudes y algunos comportamientos
demuestran que aspiramos a un modelo de vida “liberado” de cualquier atadura
moral. Cuando oímos proclamar la “nueva moral”, deberíamos detenernos e indagar
en los valores reales de ese “nuevo ethos” para tratar de descubrir si,
realmente, nos hacen más humanos, más libres y más solidarios. En mi opinión,
puede resultar suicida el empeño de ennoblecer esta crisis presente mostrándola
sólo como el conflicto entre dos morales, la una caduca y la otra en albor.
Aunque es cierto que, a lo largo de la historia de las civilizaciones, las
jerarquías de los valores morales cambian de orden y que las virtudes que, en
un momento determinado, eran más apreciadas pasan a ocupar un lugar secundario,
hemos de reconocer que, a veces, se produce, simplemente, la supresión total o
la pérdida parcial de la dimensión ética de los comportamientos individuales o
sociales.
Todos conocemos a
personas que, colocadas en los diferentes rangos de la escala social, política
o profesional, carecen de principios éticos o de sensibilidad moral e, incluso,
alardean de falta de sentimiento de sumisión a algo, de conciencia de servicio
y de obligaciones sociales. No se trata de que, en un momento determinado, no
hayan atendido a las exigencias éticas; es, simplemente, que desprecian las
ataduras morales y no quieren supeditarse a ninguna norma ni a ninguna
autoridad. A veces, por falta de valentía o por un exceso de delicadeza,
calificamos como “amorales” unas conductas que son descaradamente “inmorales”.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
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